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Daguerrotipos municipales

Antonio Garrigues, héroe del espacio

Manuel Vicent

En el bufete colectivo J & A Garrigues, en la calle de Antonio Maura, nunca se ha visto a un cliente con boina ni a un delincuente en carne y hueso. Tampoco ha sido honrado jamás con la presencia de algún asesino famoso, cosa que suele vestir mucho. Por ese despacho jurídico. sólo pasan corrientes espirituales de moneda, y allí se arreglan únicamente grandes pasiones financieras. Algunas decenas de abogados, bajo la razón social J & A Garrigues, formalizan contratos de empresas, emiten dictámenes, constituyen sociedades anónimas y asesoran a compañías multinacionales; o sea, que en esa casa nadie mueve un dedo si no se divisa una buena tajada en el horizonte. Este bufete de negocios fue fundado por Joaquín Garrigues y Díaz Cañabate, ilustre mercantilista, a medias con su hermano Antonio, caballero español, y ambos desde el origen tuvieron claro un principio esencial: la riqueza es una bendición de Dios. En efecto, el dinero dora la existencia, da un perfume de azucena a la personalidad, y cuando uno es rubio por dentro y un poco liberal por fuera, en seguida un brillo metálico se te instala en el filo de la quijada.Antonio Garrigues y Díaz Cañabate, caballero español, siempre se había movido con elegancia entre el favor de Dios y los secretos del capital. A su debido tiempo casó con la señorita Helen Walker, hija del ingeniero jefe de ITT para España; fue nombrado director general del Tesoro en el primer Gabinete de la República, como efebo de Fernando de los Ríos; travesó la guerra sin descomponer la figura, y durante el franquismo realizó una obra de arte al navegar por el límite de las aguas jurisdiccionales. No se acercó mucho para no contaminarse con la dictadura, no se alejó demasiado para que le pudiera alcanzar su brazo protector. Como experto en dólares e indulgencias plenarias estuvo de embajador en Estados Unidos y en el Vaticano. Puesto en esta encrucijada repartió lógicamente su larga prole entre el cielo y la tierra. Dio hijas monjas a la Iglesia y vástagos dinámicos a las finanzas. Con estos materiales se formó el clan. Cuando los ejecutivos americanos en la década de los sesenta llegaban a España a cerrar algún contrato, pensaban que Garrigues no era una persona física, sino un asiento contable. Alguien los recogía en el aeropuerto para llevarlos a la firma, y en el coche, a la altura de Canillejas, les decía:

-Primero hay que hablar con el abogado Garrigues.

-Perdón, ¿ha dicho usted abogado?

-Naturalmente.

-Yo creía que Garrigues sólo era un impuesto.

-¿Por qué?

-En todos los documentos siempre he leído un apartado con su nombre, seguido de una cifra. A Garrigues, 100.000 dólares. Imaginaba que era un pago de peaje.

Un bello cuadro

En aquel tiempo, los bombarderos de Torrejón habían allanado el camino, la VI Flota venía navegando hacia acá en un dulce mar de coca-cola, y de pronto Avon llamó a la puerta de esta patria. Como es lógico, les abrió un Garrigues. Y por el quicio se colaron en su despacho Colgate, IBM, Heartz, Sears, RCA, Ford, Rolex y otros más, cada uno con su séquito. La familia Garrigues existía en la realidad, sólo había que echar un vistazo a su cuenta corriente, y además el adusto prócer cristiano había tenido buen cuidado en procrear hijos varones en la cantidad justa para cubrir los cuatro flancos: el irónico y abúlico Joaquín se dedicaría a la política; Antonio, más duro y agresivo, gobernaría el bufete; Juan aprovecharía sus veleidades levemente rojas para hacer negocios con la URSS, y José Miguel se casaría con Francis Aldrich, prima carnal de Roekefeller. Por la parte de arriba las hermanas monjas permanecían en oración como ángeles flautistas en el cielorraso de la estirpe, mientras abajo estos pequeños dioses de metal se movían frenéticamente acumulando pasta. En la época de la expansión económica despanzurrada, éste era un bello cuadro. Entonces saltaban por doquier nuevos ricos con pelucón de platino en la muñeca peluda, especuladores de cuello gordo y risotada de estaño. En cambio, ellos eran ricos de toda la vida, brillantes, de mandíbula cuadrangular con reflejos azules de agua brava.Antonio Garrigues Walker, de 47 años, con 1,75 de alzada, hijo de caballero español, un día se puso traje de buzo espacial con aletas de caucho y tuvo el sueño de llegar a presidente del Gobierno. Ahora se conforma con menos. De momento sólo quiere ser alcalde de Madrid, y para eso ha colocado su cabeza de ariete financiero en los pasquines de la ciudad. Pero no se puede trazar la imagen de un Garrigues sin referirse a otro Garrigues, a su padre o a su tío, porque cada uno de los hermanos es la cara distinta de un todo. Juan ha creado la Asociación de Amigos de España y la URSS, gana dinero con la Unión Soviética, come con cubiertos de oro, aunque le da un toque progresista al almuerzo haciendo que los hijos sirvan la mesa. José Miguel ha hundido al Banco de Levante con gran imaginación. Joaquín iba de bohemio político, de líder desganado por la vida. Entonces la gente decía:

-El listo es Antonio.

-¿De veras?

-Tiene más pegada. Sabe lo que quiere.

-¿Y a qué espera?

-Se está reservando.

Antonio Garrigues Walker era un chico aplicado y rudo, sacaba buenas notas y daba patadas a las espinillas en el colegio del Pilar. También jugaba al hockey sobre patines, y tenía siempre en el entrecejo la idea fija del campeón, que consistía en ser el más audaz con las colegialas ursulinas, en partir más tobillos que nadie, en recitar de carrerilla listas de reyes godos. No consta en los archivos otra hazaña. En aquel tiempo aún no se había vestido de arcángel volador, aunque lentamente el rostro se le fue cuadrando con un remolino voluntarioso en el mentón, con las gafas de carey y la risa de navaja.

Y así, como el peso de una pomada, cayó, el héroe en la facultad de Derecho donde su tío era el gran catedrático de Mercantil, en unos años iniciáticos cuando el fósil de la libertad comenzaba a ágitar el rabo bajo el hielo.

En el meridíano de 1956 algunos universitarios pusieron a hervir la olla de la democracia, y la lucha se estableció en el interior del SEU. Los estudiantes querían que los mandos del sindicato fueran representativos en una disputa de palabras abiertas con los falangistas, pero aquel pistoletazo en la calle de Alberto Aguilera se convirtió en una señal de salida. Ningún Garrigues estuvo en ese fregado. Después se fundó la ASU para agrupar a universitarios de talante izquierdista, agnóstico o liberal. A renglón seguido apareció el FELIPE, que era un frente de católicos demócratas, monárquicos juanistas, y un conglomerado progresista contra la dictadura. Muchos nombres que suenan ahora se conocieron en ese caldo. Aquellos jóvenes corrían delante de los guardias, llevaban una piedra entre los apuntes, fabricaban panfletos, iban al calabozo, y luego, en la tasca de costumbre, se levantaban la pernera para mostrar algunas cicatrices de la guerra diaria. Durante esa época Antonio Garrigues Walker no manifestó un solo signo de vida política. Nadie le recuerda. No está en ninguna lista de náufragos, tampoco se le ve al pie de un manifiesto, no existe rastro de su paso por la universidad si se busca fuera de los papeles formales de la secretaría.

-¿Y tú qué haces, muchacho?

-Nada.

-En Moncloa están lloviendo chuzos a cántaros.

-Yo espero a los americanos.

-Mañaría hay una manifestación.

-Lo siento. He quedado con la novia.

Sin más historia que las cabalgadas en descapotable hacia los lugares de moda, Antonio Garrigues terminó la carrera de Derecho, se dio de alta en el Colegio de Abogados, en 1959, y se integró en el bufete familiar. Estaba a punto de comenzar la gran fiesta económica eh este solar, y algunos comensales se encontraban en el sitio exacto de la mesa con la servilleta anudada en el pescuezo. El padre del héroe fue designado embajador en Estados Unidos, y ese puesto en la metrópoli era una buena polea de transmisión para aquellos colonos rubios del maletín que llegaban a Barajas con la orden de sembrar cacharros en la huerta española. ¡Oh, cuánta dulzura! La gente de la calle había descubierto el pollo frito, jugaba con los primeros aparatos, se lavaba los dientes todos los días, usaba el bidé, se fumigaba el sobaco con desodorante salvaje, se afeitaba con espuma, los cuartos de baño se llenaban de carámbanos, las cocinas se convertían en salas de disección, no había más programa político que el de las lavadoras, y todo el mundo concertaba una cita con un proveedor de cosas, de sacacorchos con cuerno de cabra, de abridores de sopas Campbell. El puente aéreo de las multinacionales tenía el paso casi obligado por el despacho de Garrigues. Este bufete especializado en derecho de empresas, con ramificaciones en Nueva York, Barcelona y Bruselas, comenzó a asesorar a los exploradores, a acumular consejerías de administración, a cortar el bacalao americano sin demasiada competencia. Antonio Garrigues era el gerente de este negocio jurídico, que incluye desde la pasta dentífrica hasta los aviones del proyecto FACA. Ser rico y puro, darse un masaje liberal a la barba, rodearse con unos guiños de cultura, brillar en los salones donde acude gente fina, citar levemente a Ortega con cucharadas soperas de caviar auténtico, he aquí una fórmula de imponer un estilo en sociedad, mientras Franco agonizaba por su cuenta y temblaban ante el futuro otros millonarios más casposos.

El escalafón

Sobre todo había un talante que era atractivo por el envase. Antonio Garrigues Walker, casado con una chica francesa enamorada del teatro, vivía ya en la calle de Zurbano, en un piso decorado muy a lo Mier van der Rohe, con paredes blancas, muebles bajos, mesa larga de cristal escueto, sillas de tubo niquelado Bauhaus, lámparas ortopédicas, con un frío de quirófano en los cuadros de Tàpies, todo elegante e incómodo, siguiendo la consigna de Phillips Johnson para que las visitas se sientan mal y se larguen en seguida.-Venía a hablarte del Partido Liberal.

-¿Y eso qué es?

-Un club.

-¿Tiene picadero?

-Es el partido de tu hermano Joaquín. ¿No recuerdas?

-Sírvete una copa.

El político liberal era su hermano Joaquín, que tenía una chispa muy anglosajona. Antonio estaba en la empresa. Entonces reñía la batalla en el Colegio de Abogados a la sombra de Pedrol Rítis, y aparte de su trabajo en los consejos de administración, en la asesoría de compañías internacionales y en la comisión de la Trílateral, su única preocupación política consistía en que el whiski tuviera dos cubitos de hielo. Pero su hermano Joaquín murió, y en ese momento el escalafón de los Garrígues subió un punto. Los socios de este club campestre, compuesto de empresarios finos, que hicieron amistad en el mismo ambiente monetario, llamaron al segundo de la lista familiar para que cubriera el hueco. Muy pronto se corrió la voz.

-El listo es Antonio.

-¿Tú crees?

-Ése sabe lo que quiere.

Calvo Sotelo le propuso ser rilínistro, y él no se dejó. Quería ser presidente del Gobierno, como casi todo el mundo, y para eso se estaba probando el traje espacial. Mientras iba en coche, de consejo en consejo, se ponía casetes que le enseñaban a sonreir, a vencer la timidez, a hablar en público según el método de Dale Carnegie, y él lanzó a la calle su imagen de cuarentón agresivo, labrada de contratos, con la sonrisa de cuchíllo y el aplomo intelectual que dan unas gafas de carey; un perfil de ejecutivo jurídico sin base. Ésta es la pequeña historia evanescente de una decadencia. Las malas lenguas dicen que Antonio Garrigues no tiene níngún interés por la política, que sólo se ha metido en este avispero para salvar la economía familiar.

-Se presenta a alcalde para dívídir a la derecha.

-¿Por qué?

-A cambio de esto tal vez espera conseguir cierta comprensión de los socialistas en algunos problemas pendientes en sus negocios.

Ser Garrigues, cualquier clase de Garrigues, es un estilo. Un aroma liberal una fórmula física de tener la voluntad en la barbilla partida, un ademán neoyorquino y citar lejanamente a Ortega. Lo demás son porcentajes.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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