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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Y el campo, ¿qué ?

Cuando vuelvo de mis viajes, mitad profesionales, mitad reconfortantes, por esos campos de Dios, castellanos, leoneses, andaluces, extremeños..., traigo indefectiblemente una mezcla de gozo y de rabia. Gozo al haber comprobado que hay pocos pueblos borrados del mapa, que la mayoría conserva en su entorno huertecillas, las tierras están aradas, las vacas atraviesan los caminos con el tolón de sus esquilas, la iglesia aún sigue en pie y los viejos, preguntados con calma, hablan y hablan, permitiendo que nos hagamos ciertas ilusiones.Rabia porque veo encinas levantadas, olivos abandonados, prados convertidos en matorral, naranjos arrasados por niveladoras en previsión de plantas industriales que no han llegado, ni llegarán, y porque no veo al hombre. Rabia porque podíamos ser más ricos y más felices y vamos lentos, pero seguros, a conseguir todo lo contrario.

Entonces siento una aceleración que me recuerda otra, con la que aún sueño a veces, porque siendo todavía estudiante, en unas unas vacaciones en que iba a casa, tuve el convencimiento y la desesperación de que perdía el tren, ese tren para el que había sacado con mucho adelanto los billetes. No entendía que no se diera cuenta todo el mundo de lo que yo perdía, balbucía cosas al señor que, casi con derecho, me quitaba el taxi, no perdonaba a los semáforos, y los coches colindantes me parecían enemigos que cruelmente no me dejaban pasar.

Los parados del campo

Ahora me pregunto: ¿dónde está el taxista que tiene que llevar -devolver casi siempre- los parados al campo? ¿Dónde está? ¿Por qué no corre? ¡Es que no van a llegar a tiempo! Y me quedo rumiando e imaginando la transformación del solar patrio, del cual el 99% es campo. Porque entre los muros de la ciudad nos parece que no existe más que ella, el campo parece cosa anticuada, pero en cuanto saca uno la cabeza, aunque sólo sea al extrarradio, fácilmente se ve que las capitales sólo son un punto en el mapa, por muy gordo que lo pintemos.

Recorro las tareas urgentes de los Gobiernos, entresaco algo y me pregunto: ¿entonces, por qué no se nos convence de que no se debe ni se puede enviar un duro ni un parado al campo?. Me lo pregunto, pero ya no se lo pregunto a nadie.

No quiero hablar del tema con los demás, porque sé que cuando me lo explican casi llego a entenderlo, pero inmediatamente después, cuando vuelvo a mí ser de la calle y hago mis razonamientos de hombre del campo, no entiendo nada.

Vuelvo a repetirme las cosas y no me resigno, aunque por mi profesión ya debiera estar convencida de que las cosas son como son, y que lo que no puede ser, no puede ser porque, además, es imposible, como ya dijo el Guerra. Pero prevalece esa característica, quizá femenina, que pertenece al mundo de la inconcreción y la tozudez, y no quiero convencerme. Intuitivamente, idea eterna de la cosa, tengo un conocimiento muy claro y muy terco de que necesitamos tanto de la agricultura, y de lo que ello supone, como del progreso y el nivel de vida.

Y que no me vengan con retahílas de lo mal que vivían, a príncipios de siglo, mis abuelos y de lo bien que viven (podrían vivir) ahora, porque ahora (en seguida) no quedará nadie allí para poder testificarlo.

Y que no sigan diciendo que si los progresos de la técnica, de la medicina y el confort en este siglo, porque les hablaría de la primera, de la segunda y casi de la tercera (o terceras) guerra mundial en este mismo siglo. Sin contar el mercurio que me he comido en las sardinas del mediodía y el uranio que se comerán mis hijos.

Los requerimientos de los tiempos

Sin querer sigo dándole vueltas, vuelvo de atrás para adelante, y creo que ya lo tengo: otra vez los requerimientos de los tiempos. Aunque, si dejo los requerimientos y me sitúo, por ejemplo, en la ex huerta de Sagunto, veo un caos y letreros: Expropiado; Polígono industrial, prohibido el paso; Ampliación 4ª planta siderúrgica, ocupadio; Escollera, muelle de descarga. Llevo varios años viéndolos deteriorarse, y ya casi no se leen. Pues ¿qué hacen que no colocan allí otra vez la planta (la vegetal, no la otra) y la insustituible mano del valenciano para que surja el tradicional milagro: naranjas, alcachofas, lechugas y ese valioso y escaso suelo de huerta?

Llego a Pineda de la Sierra, recién prevista para el recreo de la nieve que no llega, pero sí pasan las instalaciones que desmantela el viento. Soledad y matorral, con pinos esperando el fuego, donde antes hubo pastos, ambiente pastoril y rumores de arboleda. ¿Dónde está el mastín-pastor? ¿Dónde su rebaño? ¿Dónde el hombre que sostenía el tejado de la casona que se hundió nada más faltar él? Pero los pastos están allí, nacen, crecen, florecen, se agotan y volverán a nacer hasta que la competencia del monte los arruine para siempre.

Paso por Gredos, busco la economía deprimida y no la hallo, porque apenas si quedan economías. ¿Y por qué iba a ser deprimida, si allí estuvo la ternera de Ávila, si allí está el pasto que la mantuvo, si continúa cayendo el agua de los neveros que puede regar la exquisita judía, en el Norte, o el suave y amoroso clima que nos permite un vergel en la vertiente sur? Y no sigo para no cansar, aunque me gustaría.

Y me hago otras consideraciones: si en aras de la imposible productividad decidimos abandonar la idea de la explotación, ¿por qué no nos ponemos a informar de lo que seguirá? Por ejemplo: que nos encontraremos, como yo, de bruces (al leerlo he tenido que sentarme en la cocina) con un paquete de garbanzos (marca muy anunciada en Televisión) que ponía "producido en México"; con el pan negro alemán en lugar del riquísimo pan de centeno que se come en Galicia, y que cuesta diez veces menos; con unas nueces gordas, blancas y delicadamente insípidas. Y saco a colación estas menudencias para no hablar del pan nuestro de cada día, del vino, del aceite y de la carne. Pero es que hay más. Si se cierra el grifo de la producción, de la comercializacíón de lo poco que se produce y de la buena conservación de lo que se comercializa, no creamos que el campo se va a quedar ahí, tan campante, y santas pascuas.

El paisaje

Hay otro recurso superpuesto a la agricultura que se transforma con ella, y es el paisaje, que, además de estado de ánimo o emoción estética, es historia eciológíca y humana, y tras cada rincón del mismo se encuentra, indefectiblemente, un archivo.

Ello supone nuestro deber de mantenerlo, o conservarlo, y transmitirlo, y el abandono o cambio de uso de miles de hectáreas que se produce cada año supone un serio deterioro del medio perceptual difícilmente reversible. Porqueino solamente es paisaje el circo de Gredos, o el macizo de la Maladeta, que ahí estarán, por muy abandonados que se dejen, año tras año (a no ser que se les instale un ascensor para subir a la cumbre). No es el elemento sobresaliente, ni el relieve, ni la vegetación únicamente: es todo ello, más la huella humana.

Puede ser la meseta con cereal castellana, pero con su camino, con su ermita, con su hombre y su burro, o el valle de montaña con pastos, en el que hay también cultivos aterrazados, huertas con lindes, el majadal con paridera y la chimenea humeante, o el singular montículo del pueblo de Feria (Badajoz), pero con su castillo en la cumbre, con las colmenas en la falda arbustiva y los cultivos de la base.

De todo esto que digo hay una cosa que me mosquea, y es que no veo que nadie hable alto del tema. Los campesinos, debidamente aislados y sin voz, están tan afónicos que sólo producen un monótono ron-ron.

Los demás, nada. Yo antes hablaba de estas cosas con algún amigo, pero ahora, además de que me llamarían carca, están muy ocupados en repartirse competencias, escalafones y en defender su currusco, quizá por esa costumbre "heredada del... anterior".

Teresa Villarino Valdivielso es doctora ingeniera de Montes.

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