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En espera

Día 20 de marzo. Sol radiante sobre un techo de fino vapor transparente que no llega a nube. La luz matutina cae verticalmente sobre el perfil de las montañas, dibujando sombras verdiazules. Llego a la minipenínsula cantábrica en visita anticipada. Faltan 24 horas para la primavera. La naturaleza se halla en tensión silenciosa, adivinando el estallido que albergan sus entrañas. Junto a la mar, el solsticio tiene otro signo distintivo que en la tierra adentro. Hay más contención y menos algarabía que en huertos y árboles del interior.Este año, me dicen, hubo un insólito fenómeno invernal. Durante 11 días, la nieve, que cayó durante dos jornadas seguidas, se mantuvo helada y llegó hasta la misma orilla. Higueras y cañaverales, tamarices y madroños se agazaparon bajo el sorprendente y helado envoltorio. Hoy, a las tres semanas del acontecimiento, el madroñal verdea con sus 1.000 puntos brillantes del lustre de sus hojas. La higuera apunta con timidez el brote de sus ramas. El tamariz duerme todavía, soñando con las arenas calientes del Sinaí, donde lo identifican con el maná bíblico. Y las cañas, siempre erguidas tras el meteoro, despliegan sus primeras hojas, largas y afiladas, que caen como banderolas a lo largo de sus ejes. Entre las piedras del muro, los dientes de león afilan sus inocentes dardos. Al abrigo del sol, en un rincón del caserío, la hortensia proclamaba su vencimiento del frío.

Y la mar. Tiene un color manso y apariencia tranquila. Sin rizos ni ventolinas. A la espera. Los que hemos nacido a la orilla de este mar lo identificamos siempre como un viejo conocido. Mar de Vizcaya o mar Cantábrico. "Te vuelvo a ver, mar mío, / en medio de las aguas, otras aguas, / otro azul entre azules, otra espuma".

Las estrofas de Neruda a su mar del Sur son el poema del encuentro con el aire y la sal nutricia.

Hay la mar de Gabriel Miró, caliente y milagrosa, venida del Oriente. Y la mar de Baroja, henchida de piratas, galernas y naufragios. Y la mar metalúrgica de Zunzunegui, grávida de lodo y de mineral lavado, que llega hasta la punta de la Galea. Pero esta mar de hoy es distinta. Tiene una actitud expectante y un talante hospitalario. ¿Influirá también el solsticio en el humor de las mareas? Un petrolero lejano estira su larga silueta en el horizonte. Vuelven a puerto dos pesqueros emparejados, con el rojo escarlata de su proa abriendo el doble surtidor en bigote de las aguas hendidas. Las rocas que desnuda la bajamar tienen un espeso verdín de algas. En este peñasco que sirve de promontorio a la península, cuya extraña silueta inspiró a Antonio de Trueba su leyenda de Satur y Arán, los amantes inmortalizados en un abrazo de piedra, la mar ha descubierto hoy el calce más profundo, como una vía romana que surgiera de las arenas de la bajamar. Uno de los primeros y más dramáticos grabados que contiene el libro de la España negra, de Regoyos y Verhaeren, reproduce exactamente ese pitón rocoso en tonos sombríos, con unas siluetas que recogen mejillón o almejas. ¿Empieza aquí verdaderamente la España negra legendaria?

El pinar oscuro se halla impregnado de la humedad de la nieve que ha congelado los algodonosos capullos de la procesionaria. Sus filas apretadas dan en la tarde -como escribía san Juan de la Cruz- un aire con ventalle de cedros. En los caseríos de las laderas, la primavera ha tomado la delantera con el tímido copete rosado y blanco de los frutales, las varas foliadas del aligustre y el espesor de la zarzamora que define caminos y predios. Sobre la pradera, alfombrada de flores doradas y blancas, unas vacas relucientes, de panza color de caldero, se destacan sobre la hierba, inmóviles ante el estupor que les produce el despertar de la tierra. Los sauces implorantes se han adelantado a los demás árboles y derraman sus largos y finos cabellos verdes hacia el suelo en un gesto que tiene algo de homenaje a Lamartine o a Bécquer. El laurel, que escolta con frecuencia a la solitaria casona de nuestra tierra, ha refrescado sus ramas para el domingo cuaresmal. La mimosa anuncia el bouquet apretado de sus florecillas gualdas.

El ciclo se cumple con rigor matemático, como pensaba Linneo. La resurrección de marzo -en el hemisferio Norte- lleva consigo ritos y fiestas innumerables. El hombre que supo llevar con más intención al lienzo y a la tabla ese júbilo de la vida fue Botticelli, cuya prodigiosa Primavera, hoy restaurada, sigue pasmando al visitante como el cuadro más representativo de la galería florentina de los Oficios. Hace poco he leído en el escandaloso éxito de venta de Baigent que Botticelli era uno de los misteriosos capitostes del priorato de Sión, que después ejerció Leonardo da Vinci y al que no fue tampoco ajeno el esotérico Poussin, el arcádico pintor francés tornado en romano, del que escribió Eugenio d'Ors que "era un pintor para filósofos" que parecía poseer un secreto. ¿Y si el misterioso arcano fuera precisamente esta resurrección de la carne vegetal, que preconiza otras renovaciones de la sustancia de que está hecho el hombre? Los muertos que nos acompañan con su espíritu, ¿no se estremecerán también en estas jornadas de tensa espera, que son un anticipo del retorno final?

Las huertas próximas relucen bajo el sol de marzo con nítida frescura de color. El suelo labrado resalta los múltiples verdores de las hortalizas domésticas. Ramón de Basterra, al salir de alguno de sus encierros terapéuticos, marchó a reponerse a un lugar cercano a Plencia, y allí compuso uno de sus más emocionales libros poéticos, La sencillez de los seres, cantando la geórgica belleza de los frutos del campo que le rodeaba -el condumio vegetal euskaldún- y que redescubría en el ámbito de su libertad recuperada.

Hay un equilibrio en todo ser humano con el clima que lo envuelve y que se pierde o diluye en la atmósfera de la gran ciudad. Pienso que el tempero que rodea nuestra niñez condiciona para siempre la óptima sensación de bienestar de cada individuo. Volver al clima de los primeros años de la existencia enciende en nuestro interior las señales de la euforia fisiológica. Cioran, en sus atormentadas páginas, escribe: "Daría todos los paisajes del mundo por el de mi infancia". El paisaje es también un microclima determinado.

No han llegado los pájaros todavía a este islote cantábrico, salvo las gaviotas y petreles que invernan en las cuevas del acantilado. Muy en lo alto, veo pasar sobre el raso del cielo unas aves emigrantes que se alejan hacia el Norte, huyendo de los soles africanos. Marchan lentamente, "como las cosas que nos suceden por última vez", decía el abate de Prats.

La biosfera se estremece en esta espera que contiene más ilusiones que la plenitud que le ha de seguir.

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