_
_
_
_
Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El medio ambiente: entre la guinda y la tachuela

Hablar de análisis ambiental es, inicialmente, un contrasentido tan aberrantemente monstruoso como afirmar que existe una ingeniería ambiental. Bajo tan pomposos como impropios epígrafes se encuentran normalmente técnicas de análisis de vestigios contaminantes y una ingeniería sanitaria, respectivamente.Como en tantas ocasiones, el anacronismo del concepto es delatado por el lenguaje: todavía se sigue usando análisis como sinónimo de reflexión. La herencia cartesiana, la fe positivista aún impera entre nuestros técnicos. Separar, desmenuzar, mirar cada minúsculo fragmento con lupa, repartir los trozos entre los diversos especialistas; seres, por otra parte, que acumulan todo su saber sobre ciertos pedazos, pero que lo ignoran todo del conjunto sin mutilar. De ese modo, el superespecialista es un sabio ciertamente peculiar: lo sabe casi todo de casi nada.

Pero la realidad, el veleidoso mundo circundante, eso que algunos llaman medio ambiente o entorno, se complace en resistirse a ser apresado, comprendido, aprehendido por tan minuciosos como limitados estudiosos. Además, el problema se complica cuando advertimos que lo verdaderamente relevante -allí donde reside la cifra explicativa- no es ninguna de esas partes cuidadosamente aisladas, sino las interrelaciones que mantienen entre sí. No es útil el empleo del microscopio, sino el del macroscopio, imaginario invento que, en boca de Rosnay, sirve para detectar, no lo infinitamente pequeño o lo inimaginadamente lejano, sino lo enormemente complejo; el instrumento simbólico que propicia una nueva manera de visión: la sistemática u holística.

El mito del generalista

Hubo, por tanto, un momento breve de optimismo en el que se llegó a confiar en el cónclave profesional para resolver este género de problemas. Se habló entonces, entre jubilosos alaridos, de los equipos multidisciplinares, y como quiera que persistió la cuestión fundamental de recomponer la realidad fragmentada, se añadió el epíteto de integrado y se reclamó la presencia de un recomponedor, hasta aquí inexistente: el generalista. Pero este prometedor enfoque se vio, las más de las veces, malogrado por diversas razones; bien por que el director de equipo y obligado generalista no era ningún mágico profesional dotado de gran capacidad de síntesis, sino el técnico de más peso corporativo -un ingeniero, un arquitecto-, bien porque las exhaustivas aportaciones de los componentes del grupo no fueron jamás pensadas, desde su inicio, para regenerar una imagen final coherente, sino, con frecuencia, para convencer, abrumando, al resto de sus colegas de que su respectiva disciplina era la de mayor enjundia e importancia. No es de extrañar que la cacareada integración de casi cualquiera de esos estudios sólo se reflejara en la homogénea encuadernación de los distintos tomos de cada contribución.

En las antípodas de los especialistas cabría situar esos leonarditos que saben un poco de casi todo. Riesgo que corren, ciertamente, los ecólogos, que además pretenden -pretendemos- describir la naturaleza en términos homologables de materia, energía e información. Como, además, entre los ejercicios favoritos de estos científicos están las predicciones, muy celebradas, por cierto, se comprende el discurrir funambulesco, escasamente académico, de sus practicantes. En la añeja polémica de qué merece más la pena si ser cola de león o cabeza de ratón, se puede optar eclécticamente por la quimera, en su inicial acepción de animal monstruoso compuesto de partes de otros. El especialista, que tan poco espacio abarca, pero que penetra mucho, precisamente por su aguzamiento, sería algo así como un alfiler. En cambio, el, llamémosle, diletante cubre mucho, pero es incapaz de profundizar, como un disco. De la armoniosa hibridación de ambos surge el inapreciable invento de la tachuela, que hiende y contiene, reuniendo lo mejor de sus progenitores. Este es el retrato-robot del tan buscado generalista.

Pues bien, en este país les puedo asegurar que son contadas las personas que se pueden reivindicar con justeza como chinchetas ambientales. ¿Nadie se va a ocupar de disponer oportunamente tachuelas que se claven en el talón de la especulación inmobiliaria, de la industria esquilmadora y contaminante o de las repoblaciones salvajes?

La teoría de la guinda

Para entender esta falta de previsión paso ahora a relatar mi teoría de la guinda, no sin antes remontarme a la historia reciente. Permítaseme situarme en los años inmediatos a la muerte del general Franco.

El mantener el tipo de progre de la época, el dar, por aquel entonces -¡que hoy nos parece tan lejano!-, una imagen coherente imponía a sus dignatarios ciertas servidumbres, ritos y usos, sin excluir los más banales: barba, prendas de pana, ausencia de corbata, aquel estudiado desaliño indumentario, Triunfo bajo el brazo... Y existían ciertos tabúes: se adoraba a Brassen, pero, paradójicamente, estaba mal visto -hasta que Martín Patiño trajo sus canciones de después de una guerra- que te gustase Conchita Piquer.

En esos elementales tiempos en que todos éramos tan jóvenes y felices, unidas por el antifranquismo voluntades tan dispares, los tics de muchos encontraban inaceptable que algún díscolo de la tribu tomara infusiones de hierbas para combatir un ardor de estómago. En aquellos tiempos previos al boom ecologista, a la moda natural, los problemas medioambientales eran considerados oficialmente -y así se me reprendió en diversas ocasiones- por la oposición, como cortinas de humo reaccionarias y neorrusonianas.

Todo lo más, y sólo los enterados, te indicaban que se trataba de cosméticas preocupaciones burguesas que interesaban en la medida que sus crecientemente extensos efectos empezaban a afectar a las clases acomodadas o a las sociedades opulentas, hasta entonces a salvo.

En plena indigestión marxista, el concepto de progreso -hoy desterrado de los cenáculos a la última- era intocable. Se afirmaba sin empacho que hablar de contaminación, de agotamiento de los recursos naturales o de la destrucción de paisajes, con tantas y urgentes reivindicaciones políticas pendientes, era una maniobra de distracción, en el sentido táctico del término, de los objetivos prioritarios. Tiempo habría de dedicarse al cultivo del jardín cuando triunfase la revolución.

Uno era tolerado entre sus huestes acampadas al borde de la transición, dudando sí derribar sus murallas o si penetrar discretamente por la puerta de servicio de la reforma, como un heterodoxo a vigilar o un maniático despistado. Uno no estaba de moda.

Superficialmente al día

Hoy -ahora- muchos de esos progres enriquecen los herbolarios y agotan las guías para naturalistas. Y unos cuantos están en el poder. Y como buenos políticos están superficialmente al día. Recelosos espectadores de la irresistible ascensión de los ecologistas europeos, hablan, por fin, de calidad de vida, de desarrollo cualitativo, de cara y cruz del progreso. Piensan quizá teñir de verde su cada vez más rosado partido; pero en el fondo siguen sin entender nada. Bien es cierto que apostillan y colocan, tras las cuestiones verdaderamente relevantes, algunas consideraciones ambientales. Pero lo hacen al modo del repostero, que, tras fraguar su pastel, coloca la guinda que lo corona, que adorna, pero apenas alimenta, que se puede incluso apartarantes de comenzar a comer. Igualmente, nuestros buenos gobernantes incluyen en sus programas ofertas ambientales: indistintas, tan similares a las de otros partidos, pues es éste un tema que curiosamente en todos suscita acuerdo, cuando debería ser al revés. Consecuentemente, a la hora de buscar asesorías, cargos técnicos y demás acuden en las finanzas a los macroeconomistas, que también trabajan con sistemas; pero para las cuestiones ambientales, para esa cenefa del margen del folleto del programa colocan alfileres. En la guinda, por supuesto.

No teman los socialistas que intente subvertir sus auténticas metas. Lo que se suele entender por ecología, en palabras de un famoso ideólogo ecologista, es "como el sufragio universal y el desacanso dominical: en un primer momento, todos los burgueses y todos los partidarios del orden os dicen que queréis su ruina y el triunfo de la anarquía y el oscurantismo. Después, cuando las circunstancias y la presión popular se hacen irresistibles, os conceden lo que ayer os negaban, y fundamentalmente no cambia nada". De hecho, las exigencias ecológicas cuentan con suficientes partidarios entre la patronal; en especial entre aquellos que se encargan de cerrar el insidioso círculo vicioso ofreciendo tecnologías anticontaminantes en una política de privatizar beneficios y socializar inconvenientes.

Por eso, los verdaderos socialistas -¿cuántos lo son en el PSOE?- se mostrarán más interesados si los ecologistas renunciamos a jugar al escondite y reconocemos que nuestra lucha no es un fin en sí, sino una etapa. Si reconocemos, de una vez por todas, que no deseamos un capitalismo -o un socialismo realmente existente- que se acomode a los inconvenientes ambientales, sino una auténtica revolución social, cultural y económica que establezca unas nuevas relaciones entre los hombres y la naturaleza y con la propia colectividad. Entre tanto, echamos de menos tachuelas ante ese automóvil con la marcha atrás metida y estamos empachados de guindas.

Fernando Parra es profesor de Ecología y técnico superior en temas ambientales de la Administración.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_