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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Secuestros, recompensas y colaboración ciudadana

EL SECUESTRO de Diego de Prado por un comando de ETA Militar ha suscitado algún desconcierto a la hora de valorar los efectos indirectos que este nuevo acto criminal pretenda producir, más allá de la desnuda y brutal agresión directa contra la víctima. El secuestrado, un hombre de negocios en dificultades, es hermano de Manuel de Prado, ex presidente de Iberia y del Instituto de Cooperación Iberoamericana y amigo personal del Rey. No obstante, la tentativa de alcanzar con este delito a la Corona parece tan insensata como incongruente; en cualquier caso, los esfuerzos para buscar significaciones racionales a los comportamientos terroristas suelen ser una manera de perder el tiempo.En estas circunstancias, salvar a Diego de Prado es lo único que debe importar a quienes se resistan a sacrificar la vida de los ciudadanos -desigualmente protegidos por los aparatos de seguridad- en el altar de los abstractos mandamientos de una razón de Estado cuya precisa definición nadie ha logrado formular nunca. Es presumible que los familiares y amigos de Diego de Prado inicien la habitual peregrinación para dar con intermediarios seguros que les faciliten la negociación con los secuestradores y el pago final del rescate -mal que le pese al embajador Guidoni- en territorio francés. La policía, por su lado, habrá iniciado el rastreo de las pistas que pudieran llevar al lugar donde los secuestradores han encarcelado a su víctima. Dos secuestrados -el doctor Iglesias y Saturnino Orbegozo- fueron liberados gracias a la eficacia del trabajo policial y a la colaboración ciudadana. En ambos casos, los responsables del secuestro fueron los octavos, rama competidora de los milis en el siniestro negocio de los pagos por rescate.

Después de la operación que culminó con el rescate de Orbegozo, nadie puede infravalorar el enorme papel que puede desempeñar en casos de secuestro -y, en general, en la desarticulación de comandos terroristas- la colaboración ciudadana, reclamada ahora en el País Vasco por el Gobierno de Vitoria para conseguir la liberación de Jesús Guibert, industrial de Azpeitia secuestrado por la tercera rama -los Comandos Autónomos- de ETA. Sobran los motivos para que los demócratas consideren un deber de conciencia la tarea de facilitar a los servicios de seguridad información cierta sobre las actividades de las bandas armadas. La Constitución ha abolido la pena de muerte y ha prohibido la tortura, y es un mandato constitucional, además de un deber moral, impedir que las cuadrillas terroristas atenten contra los derechos humanos de los españoles.

Ahora bien, el anuncio publicado por la Dirección de la Seguridad del Estado para ofrecer una recompensa de 20 millones de pesetas a quien suministre "la información que conduzca, eficaz y rápidamente", a la liberación de Diego de Prado y a la detención de sus secuestradores se despega por completo de la actividad normal de los cuerpos de seguridad y pone de relieve que algunos responsables del Ministerio del Interior prestan oídos sordos a los llamamientos al rearme moral hechos por Felipe González. La cultura política y la sensibilidad moral de los responsables de la lucha antiterrorista no pueden beber en las películas del Oeste que ofrecen recompensas monetarias por la entrega -vivos o muertos- de los atracadores o los cuatreros. Es probable que muchos votantes del PSOE consideren un agravio personal y una vejación a las instituciones que el Gobierno ofrezca a los españoles el equivalente monetario de una buena quiniela de 14 aciertos por cumplir con sus deberes cívicos. No cabe exhortar, primero, a los españoles para que eleven su tensión moral y actúen según los dictados de su conciencia y ensuciar, a renglón seguido, la eventual colaboración ciudadana con los servicios de seguridad mediante el procedimiento de asignar un precio en metálico a la observancia de ese deber. Junto a la dudosa eficacia del sistema -que generará un sinfín de denuncias falsas y de pistas inventadas, provocando quizá una mayor dificultad en el rescate del secuestrado-, es preciso señalar "la nula moralidad que lo ampara. Y resulta irritante que un Gobierno que pretende impedir, contra todo derecho y toda justicia, las negociaciones llevadas a cabo por familiares o prójimos de las víctimas del terrorismo, ponga en cambio a la sociedad entera a la caza del hombre.

Todo ello hace sospechar que los patrocinadores del proyecto de ley que se propone recuperar para la convivencia democrática a antiguos terroristas apartados voluntariamente de la senda de la violencia parecen inclinados a condicionar esa reinserción a la práctica de la delación. Los 20 millones ofrecidos por la Dirección de la Seguridad del Estado caminan por esa misma senda, al plantear como un negocio privado, exclusivamente animado por la codicia, una colaboración con los servicios de seguridad cuya única motivación debe ser el clumplimiento de un deber ciudadano. El recuerdo de la insensata denuncia que, indirectamente, dio lugar al crimen múltiple perpetrado por los guardias civiles en Almería (mayo de 1981) debería hacer meditar al Gobierno sobre las incalculables y perversas consecuencias que para la defensa de las libertades puede tener que el Ministerio del Interior incite a una parte de la población española a jugar a la lotería de la delación.

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