María Dolores Pradera: el oro alquímico
Escuchar a María Dolores Pradera tiene dos sesgos. Puede ser como embarcarse en un gran trasatlántico de lujo rumbo a Suramérica e ir escuchando a bordo, letra y música, el anticipo de lo que va a ser un grato viaje sentimental. O puede, asimismo, ser cual mirar por el ventanuco de un viejo sabio antiguo: ver cómo ciertos metales -auténticos sin duda, pero comunes- se convierten en oro, devienen, por magia personal, en el amarillo brillar que soñaron y pretendieron los alquimistas. De todo hubo anteanoche en el teatro Salamanca de Madrid, donde un público encorbatado y pulcro siguió con mimo el recital de la artista.María Dolores Pradera procuró -dentro del clasicismo- renovar su repertorio. Más las canciones que el estilo. Cantó rancheras, folías, cuecas, valses peruanos, cumbias ... Pero era, sobre todo, ella. La Pradera es, ante todo, y la otra noche lo demostró a la perfección, un estilo. Cantando, en ocasiones, los mismos temas que otras divas del género -digamos Mercedes Sosa o Chavela Vargas o Lola Beltrán- es siempre distinta. Otra entonación, otros gestos otra manera de sentir el texto otro tono al expresarlo. Y ahí está el oro. María Dolores Pradera hace que la canción suramericana, sin dejar de ser popular o populista, se transmute -por sus maneras- en una especie de aristocrático desfile. Ella hace que lo popular sea elite
En cierta manera redime el populismo. Es la artista hipersensible, la artista romántica, que tiene siempre al público en un hilo porque diríase que va a desmayarse, que no aguantará la tensión, que se le quebrarán pulseras y cintura, pero que resiste siempre, y hace que la delgadez se le torne mística. María Dolores Pradera, con muchísimas tablas, cultivó la otra noche el manierismo. Sacó de los recursos de su arte la última voluta. Jugó a ser -como decía Baudelaire- "sublime sin interrupción". Llevó el romanticismo alemán a la canción latinoamericana. Pudo hacer que Atahualpa Yupanqui tuviera un toque vienés.
Como cabía esperar, una parte del concierto -la última- fue otro homenaje a Chabuca Granda, recientemente fallecida, y amiga personal de la Pradera. Y aunque ni pudo ni quiso evitar las entrañables Flor de la canela, o Fina estampa, María Dolores procuró descubrir facetas nuevas de la autora peruana. Así, un bello poema de premonición de muerte, Me he de guardar, con la enigmática tristeza de quedar "solitita" en la tumba. O una hermosa canción social, Paso de vencedores, en la que Chabuca celebraba la reforma agraria en su país. Una curiosa mezcla de la tradición posmodernista con la poesía cívica. Y, por supuesto, al final, como apoteosis para un público fiel, ese Ya sé que no se estila, con los jazmines en el ojal y el trotecito lento al salir dominical de la iglesia...
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