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ANÁLISIS: EL PAPA EN AMÉRICA CENTRAL / 2

La acelerada gira del Papa por Centroamérica no dejará efectos duraderos, salvo en Nicaragua y Guatemala

Millones de centroamericanos han aparcado ya el viaje del Papa en esa escueta zona de la memoria que se reserva para ser contada a los nietos. Más allá de este reducto emocionales poco probable que su acelerada gira por los siete países del istmo deje efectos duraderos, salvo quizá en Nicaragua y Guatemala. La nueva dinámica pacificadora, en la que algunos confiaban como en un milagro, no ha pasado de ser un espejismo. Sólo queda una esperanza de que su discurso por la paz tenga algún eco en las gestiones que se llevan a cabo para convocar una conferencia regional de desarme.

En el caso nicaragüense todo invita a pensar que el paso de Juan Pablo II, lejos de aliviar las tensiones, dentro y fuera del país, contribuirá, a agravarlas. Apenas iniciado el despegue del avión papal de Managua, los teléfonos de la Nunciatura en San José de Costa Rica recibían una avalancha de llamadas telefónicas. Muchas eran de desagravio y de solidaridad. Otras no ocultaron su satisfacción porque lo sucedido aceleraría sus proyectos de guerra contra los sandinistas.Estos cometieron errores de bulto durante las diez horas que el Pontífice permaneció en su territorio. El más grave, ignorar que para millones de católicos de todo el mundo la figura del Papa es intocable, por encima de ideologías. El pluralismo que pregona el régimen sandinista salió mal librado a través de una televisión que en ocasiones acallaba el micrófono de Juan Pablo II para pasar la voz a los grupos más contestatarios.

La caja de los truenos

El coordinador de la Junta, Daniel Ortega, ya abrió la caja de los truenos en el aeropuerto con un discurso mitinero, antinorteamericano, que bien poco tenía que ver con la ocasión. Sus ansias por aprovechar la visita papal para transmitir a medio mundo su mensaje político le ganaron las antipatías de la mayoría.

Dirigentes de la izquierda centroamericana juzgaron que ni el tono ni el texto eran adecuados a las circunstancias. "Estuvo descortés. Se reveló como un mal político". A partir de ese momento, la frialdad presidió todos los encuentros del Papa con las autoridades nicaragüenses, para desembocar en la misa-mitin de la tarde.

En el debe de los sandinistas hay que cargar también el que algunos de sus comandantes, en lugar de atemperar los gritos durante la misa, contribuyeran con sus gestos en la tribuna a encenderlos todavía más, cooperando decisivamente a que la misa terminase' como el rosario de la aurora.

La contestación al Papa, que para muchos católicos ya es una ofensa, hubiera podido tener alguna explicación si las consignas se hubiesen limitado a temas como la paz o la Iglesia de los pobres. Cuando el griterío se hizo exoclusivamente político en medio de la misa, el Vaticano lo interpretó ya como un sacrilegio.

Pero, como en todo conflicto, las culpas no pueden cargarse sólo de un lado. Para desinflar la tensión le hubiera bastado a Juan Pablo II introducir un párrafo que dos días después leería en San Salvador: "Que las fronteras no sean zonas de tensión, sino brazos abiertos de reconciliación". Sólo con esto la multitud vociferante de Managua se habría reconciliado con el Papa, y su mensaje específico, de obediencia a los obispos, habría tenido más oportunidades de calar entre los católicos comprometidos con el sandinismo.

Velar las armas

El mismo efecto pudo conseguirlo con una alusión a las madres que sufren por la pérdida de sus hijos en una guerra no declarada. A la intransigencia sandinista contestó el Papa con idéntica medida. Muchas de las palabras que pronuncio luego en otros escenarios hubieran remansado los enrarecidos ánimos de Managua.

La consecuencia inmediata de todo ello es que los grupos armados antisandinistas están utilizando ya los discursos del Papa para velar sus armas, aunque este no fuera el mensaje. El emisario de la paz salió de Nicaragua con un efecto contrario. Donde el Papa habló de fidelidad a la jerarquía, la contrarrevolución ha visto un respaldo específico al arzobispo Miguel Obando y Bravo, al que han convertido en su líder.

El prelado se cansó de repetir que los sandinistas habían movilizado ante el Papa sólo a sus fieles. Si esto fuera cierto, a qué hablar de dictadura. En la misa de Managua había medio millón de nicaragüenses, más de la mitad del censo electoral. Sería, en todo caso, una dictadura de la mayoría.

En El Salvador, el discurso por la paz fue lo suficientemente ambiguo como para que esté siendo ya devorado por las dos partes en conflicto. Cada una tiene menú suficiente para interpretar en beneficio propio un lenguaje excesivamente vaticanista, que en último término no compromete a nadie a abandonar sus posiciones.

El Gobierno ya dice que el Papa refrendó su propuesta de amnistía y elecciones. En cierto sentido no le falta razón. Porque Juan Pablo II incluso modificó su primer discurso para introducir un párrafo en el que hacía votos para que las medidas políticas anunciadas por el presidente Álvaro Magaña, "junto con otros métodos adecuados", contribuyan a la paz.

La oposición hace suya, por otra parte, la insistente invitación al diálogo, que hasta ahora ha sido una bandera de la izquierda rechazada por el Gobierno. Pasa por alto, en cambio, las constantes descalificaciones papales de las ideologías marxistas, aunque no las mencionara por su apellido.

El discurso papal contra los totalitarismos parece encaminado exclusivamente a los marxistas. Cuando pide a sus sacerdotes que abandonen la política se dirige sólo a los que han traducido el Evangelio de los pobres a una opción de izquierda. Su experiencia personal debe influir en ello. Pero la realidad centroamericana nada tiene que ver con la de Polonia. Los peligros contra la libertad tienen en su mayoría gobiernos ultraderechistas, que no dudan en matar para mantener los privilegios de las clases altas. Nada dijo de esto en su visita salvadoreña. Tampoco aludió a los dos obispos, los de San Vicente y San Miguel, que colaboran activamente con el Gobierno y el Ejército, por reñido que esto esté con los derechos humanos. Esto también es hacer política contraria a la iglesia.

A lo largo de sus intervenciones en El Salvador se echó de menos una defensa decidida de la vida humana, como la que haría después en Guatemala. No es una explicación suficiente que los mensajes del Papa, independientemente del país en que fueran pronunciados, tuvieran a toda Centroamérica como destinatario común.

Su página más negra

El Gobierno salvadoreño se sentía feliz porque su ilustre y en ocasiones temido visitante pasara de largo sobre su página más negra. La fusta que blandió Juan Pablo II en Guatemala contra la tortura, el secuestro, el homicidio y la injusticia hubiera tenido idéntica aplicación en El Salvador.

Curiosamente, el Papa fue más duro allí donde lo fueron con él. En Nicaragua, por las tensas negociaciones previas al viaje y los enfrentamientos sobre el terreno. En Guatemala, porque el fusilamiento de seis condenados a muerte en las vísperas de su visita fue a todas luces una provocación.

Las autoridades salvadoreñas fueron en esto más hábiles. Recibieron al Pontífice con el anuncio de elecciones y amnistía general. Al margen de que esto se articule luego en términos que puedan ser aceptables para la parte contraria, es indudable que son dos ideas que suenan bien en el camino hacia la paz propuesto por el Papa.

Fue en Guatemala donde el Papa eligió el más terrible acento bíblico para fustigar los delitos contra la vida y las injusticias que esclavizan al hombre. El presidente, Efraín Ríos Montt, ha tratado en vano de aguar este mensaje con una retórica de conciliación y amor que no le comprometa a modificar su política de guerra total a la izquierda.

Sobre esta realidad de odios almacenados no se puede ser muy optimista acerca de los frutos que pueda cosechar, al menos a corto plazo, el vía crucis centroamericano de Juan Pablo II. La reconciliación es aquí, todavía, sólo una bella palabra.

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