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Tribuna:CRONICAS URBANAS
Tribuna
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La noche de Rumasa

Manuel Vicent

Total, no fue nada. Se tragó un terroncillo de azúcar con trescientas gammas Sandoz y al instante sus vísceras se convirtieron en tejidos musicales, se le pusieron muy dulces las patitas, casi azucarados los muslos y percibió un desgarro en el pliegue de la fecundidad, como si dos caballos tiraran de ella en dirección contraria y la abriera en canal un acorde de Juan Sebastián Bach. De pronto, el paquete intestinal se le llenó con el concierto de Brandemburgo, y a bordo del paraguas de Mary Poppins, dándose cates ebrios en las vallas publicitarias donde se exhibían héroes, refrescos y salchichas, cruzó a medianoche la plaza de Colón con el estuche del instrumento en la mano. No era una nueva romántica con lacitos de terciopelo, sino una artista de vía dura, que esa mañana ya había dado el tirón al bolso de una beata y había atracado una pastelería y dos farmacias, armada sólo con un serrucho, en compañía del socio. Normalmente se alimentaba con pieles de plátano rehogadas en gasóleo, pero hoy era un día grande. Había conseguido unas gotas purísimas de LSD y ahora volaba a mucha altura, y la ciudad le parecía un bosque de luces petrificadas. Tocaba el violín en los bares de Malasaña y solía correr después el sombrero de mormona entre la concurrencia.En ese momento había en el sarcófago de Bocaccio otros seres abandonados a su suerte: escritores alcohólicos, estrellas muertas, jueces jacobinos, artistas de teatro, chulos y esfinges, periodistas y un revuelto de espárragos maricones en la travesía de la noche. A esa hora, la noticia ya había saltado por la televisión, aunque no había llegado todavía a los lugares de ambiente. En casa Gades, los aspirantes a la gloria devoraban pizzas caprichosas, los coches de la basura cargaban putos en las esquinas de la calle del Almirante, estructuralistas de hígado muy castigado hablaban de amor en Oliver y quedaban pintores, payasos, sablistas y poetas varados en el peluche del café Gijón. Era la hermosa noche del 23 de febrero y en los corros bohemios de la orilla izquierda de la cañada de la Mesta, hoy paseo de la Castellana, vagaba el ectoplasma de Tejero, bombero torero de justa fama. Entonces entró en Bocaccio un director de cine con gabardina de exhibicionista se a6rió de alas ante el elenco artístico y gritó:

_El Gobierno ha nacionalizado a Rumasa.

-¿De veras?

-La policía está tomando el edificio.

-Y qué.

-Es algo espectacular.Finalmente, alguien había hecho una cosa importante para resolver el tedio de aquella tertulia. De un tiempo a esta parte, las veladas de Bocaccio transcurrían en medio de un aburrimiento feroz. Ya no se moría Franco todos los días, como en la antigüedad; nadie se molestaba en asaltar el Congreso, tampoco había rumores de golpe y ningún amigo íntimo se había suicidado en la última semana.

En aquel panteón sólo se hablaba de coitos, reúmas, incompatibilidades y operaciones de fístula de cualquier galán de moda. Se necesitaba una divertida hecatombe para sacar de la resaca a estos divinos pasajeros de la noche. Y eso había llegado. Cuando el elenco artístico de Bocaccio salió a la calle, había bajo las torres de Rumasa un despliegue policiaco muy vistoso y los primeros curiosos, damnificados, extravagantes nocturnos, bohemios, ejecutivos de la empresa y otros residuos humanos ya estaban allí, incluida la chica del violín, que sin pensarlo mucho sacó el instrumento y comenzó a tocar en la acera el tema de Fascinación, con el estuche abierto a los pies.

-¿Cómo te llamas?

-Adela.

- ¿Sabes qué ha pasado aquí?

-Ni idea. Yo sólo toco en las aglomeraciones. ¿Ha sucedido algo grave?

-Rumasa ha sido incautada.

-¿Y eso qué es?

La chica iba bien cargada en mitad de la noche y miraba con ojos líquidos hacia lo alto de las torres de Colón, y según la cara de lela que ponía, probablemente allá arriba veía un oasis de jardines beréberes, una especie de paraíso sensitivo con un crepúsculo de albaricoque maduro enmarañado de abejas doradas, como si aquel campanario empresarial fuera la Koutubia de Marraquech. Pero en ese momento el muecín Ruiz-Mateos no daba los alaridos de la plegaria desde la última bola del minarete ni la plaza de Colón era la explanada de Jamaá el Fna donde un légamo de fétido espesor agita todos los sabores, colores y sabores de almizcle y boñiga entre encantadores de serpientes, equilibristas, ciegos limosneros, aguadores, cuentistas, ensalmadores y curanderos. Abajo había policías barbudos y sonrientes, periodistas de la radio con los cascos en la oreja, empleados de licoreras y supermercados, de financieras y pañerías que por un soplo de decreto habían sido convertidos en funcionarios del Estado. Un tipo gordo gritaba como si le hubieran roba .do la cartera.

-¡Ladrones!-¿Qué pasa, hombre?

-Han dado un golpe de Fidel Castro.

-¿Tiene usted algo que ver con esto?

-Nada.

-¿Entonces?

-Es un atraco. Con Franco comíamos pan. Ahora sólo tenemos mierda.

-¿Quién ha dicho mierda?

-Yo.

-Ah, bueno.

Las recuas del café Gijón, de Oliver, de casa Gades y de Boccacio asistían al funeral de Rumasa sobre el propio, catafalco y los poetas desabridos esperaban que - algunos ejecutivos de la empresa, para amenizar la velada, se lanzaran al vacío desde la cresta del edificio. No ocurrió nada. Por una puerta falsa salió una furgoneta llena de cartapacios, y a primera hora de la madrugada la chica del violín había hecho doscientas pesetas de recaudación. En medio de la calzada, entre linternas de la policía, los periodistas de la radio ponían el micrófono en la boca de todo el mundo.

-Dígame. ¿Trabajaba usted en Rumasa? -Estoy empleado en Mantequerías Leonesas.

-¿Qué opina de esto?

-Que ahora soy funcionario público.

-¿Y qué?

-Tendré que comprarme un traje nuevo. -Gracias. ¿Y usted?

-Intelectual alcohólico, para servirle.

-Diga algo.

-Me pareció más bonito el asalto al Congreso.

-Gracias. ¿Y usted?

-Un simple patriota. Nada más. Me llamo Teófilo. Y he hecho la- guerra en el Ebro.

-Deme su opinión.

-Envidia. En este país no se deja prosperar a los que tienen ideas. Sólo hay envidia. Ya lo he dicho.

-Gracias. ¿Y usted?

-Soy conductor del coche de la basura. -¿Se ha enterado de lo que pasa?

-No, señor.

-Han nacionalizado a Rumasa.

-Se veía venir.

-Algo de eso me había hablado un sobrino, que lleva las cuentas de un supermercado.No había mucho más que rascar en la noche. Por el contorno de la plaza de Colón se veían otros grupos insomnes e incautados. La policía pedía los papeles a cuantos se acercaban demasiado al catafalco de la empresa. En ese momento los centros financieros del país olían a cable quemado y los banqueros tomaban tila sentados en el borde de la cama, pero muy pronto los bohemios dorados de la madrugada, al comprobar que se trataba de un espectáculo sin camillas, volvieron al sarcófago de cada garito y siguieron hablando de coitos y balances. La chica del violín también cerró el estuche con el instrumento y, poseída por una visión licuada de las cosas, siguió camino volando a media altura, dándose cates ebrios contra las farolas y las vallas publicitarias hacia el barrio de Malasaña, donde actúa como atracción en un antro de ambiente decorado con flecos y borlas de obispo, sillones de paja estilo Ernmanuelle, con masturbación incluida, y serpientes de almohadón tiradas en el suelo, todo amenizado con una canción lejana de Lily Marlen que canta la Dietrich sobre una clientela color quisquilla compuesta por jóvenes caderitas abrazados, dulces mariquitas ceñidos hasta lo inverosímil los pantalones blancos, rosas, celestes, que les marcan un paquete de azúcar en la encrucijada dolorida. La chica entró como una reina virgen en el bar y en seguida comenzó a besuquear con cariño maternal a todos, acudió a las mesas y sorbió un buche de cada consumición, aquellos licores tan sofisticados, servidos en copas altas, frutales y luminosas.

-Hola, chicos.

-Adela, cariño, dame otro beso.

_¿Sabéis una cosa?

Qué.-Acaban de nacionalizar a Rumasa.

-¡Ooohhh!

-¿Y quién es esa tiorra?

-Ni idea. Pero tiene que ser muy importante porque he visto en la calle a unos tenderos llorando.

La chica se fue al camarín para ponerse los arreos de artista, mientras su socio, un mulato jamaicano, esperaba la hora acodado en la barra. Con el violín a los pies comenzó a rizarse las pestañas, a miniarse ricitos y caracoles en la cabellera de fregona.Se decoró los labios en forma de corazón, se tensó las mallas sujetas con una liga de flores en el muslo y a continuación subió al tabladillo con un vestido violeta de ribetes negros hasta el zapato de aguja, gargantilla de azabache, pendientes de largos vidrios, velo de tul en la cara y sombrero de mormona con plumas de marabú. La chica tocó con mucho sentimiento el tema de Fascinación y después continuó con un repertorio de canciones románticas de entre guerras, valses, melodías lánguidas prenazis. En medio de los aplausos de sus amigos, la artista pasó el sombrero por la sotabarba de la concurrencia. A reglón seguido la chica hizo un striptease con su cuerpo de veintidós años lleno de inscripciones, muy puro a pesar de las señales que allí habían dejado las visitas. Se levantó la falda para enseñar a la luz de los candiles la ardiente cuchillada que tiene mal cosida en el muslo, ese regalo que le infligió en mulato jamaicano por una dosis de cocaína adulterada con bicarbonato. De pronto, en un acto de suprema elegancia, izó la falda más arriba y mostró el paraje sexual sobre el que una expedición de exploradores había firmado su paso al fuego con punta seca.- Finalmente, Adela se desnudó del todo, balanceándose al compás de Lily Marlen. Entonces se vio que la chica tenía una piel llena de inscripciones. Llevaba la casiopea grabada en el vientre, los- senos pintados de rojo y negro con un preparado resistente al jabón, las nalgas inscritas con miniaturas de dioses orientales desconocidos, la espalda rayada con adagios en varios idiomas. Sonaba la voz de Marlene Dictrich bajo la penumbra quisquilla con los reflejos carnales de la chica en el tabladillo y el espectáculo consistía en que cualquier cliente ponía sobre la piel de Adela una frase brillante mientras bailaba. -¿Cómo se llama esa señora que ha quebrado?

-Ramesa.

-No.

-Romisa.

-No.

-Rumasa.

-Eso.Un chico caderitas cogió un bolígrafo, subió al tabladillo y se sentó como un pintor de frescos bajo el arco triunfal de la muchacha, que se agitaba de bajos con la música. Y, con gran dificultad, en una ingle desnuda de Adela escribió con letra redondilla: Yo también soy de Rumasa. Mientras tanto, acodado en la barra,- el mulato jamaicano pensaba que mañana había que asaltar otra farmacia.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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