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Rumasa

Si la asombrosa reacción del Gobierno frente al holding Rumasa se basa en algo más que en indicios racionales de un crack encubierto, se sostiene con argumentos más consistentes que una equívoca y parcial invocación a la Constitución y se materializa formalmente con instrumentos distintos a los de una obsoleta ley de guerra como la que, de forma encubierta, parece estar en la base de una decisión política de trascendencia jurídica, económica y social de tal envergadura como la anunciada anoche por el portavoz del Gobierno, estaremos en presencia de un caso insólito de perspicacia, reflejos e intuición en el arte de gobernar. Condiciones difíciles de cumplir cuando sólo unos días antes el ministro de Economía y Hacienda no sólo desconocía oficialmente la situación patrimonial y de liquidez del grupo, sino que pedía públicamente la continuación de unas auditorías para intentar una aproximación a la compleja realidad de Rumasa, petición que originó la reacción en cadena, zanjada ayer con la aún no definida fórmula de incautación, expropiación o nacionalización. Pero si la decisión del Consejo de Ministros no es otra cosa que el respaldo solidario a una imprudencia, el recurso a la fuerza para ocultar el error o la hasta ahora escondida declaración de intenciones celosamente ocultada en el programa electoral y en el discurso de investidura del presidente del Gobierno, podrá decirse, con todo rigor, que la decisión es la más despótica muestra de una incomprensible borrachera de poder.O todos estábamos engañados hasta ayer de lo que era Rumasa y lo que era el PSOE, o todos, desde hoy, cuando el Gobierno explique su decisión, podemos empezar a conocer el amargo sabor del desengaño.

24 de febrero

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