Grandezas y miserias de la retórica
Desde la época de esos habladores impenitentes que fueron los atenienses, es cosa sabida que la retórica es un arma de dos filos. Igual sirve para dar un mayor y más pleno realce a la verdad, y así facilitar a los oyentes los caminos de su percepción, que para darle a la mentira visos tan convincentes y engañadores que logra pasar por verdad y ser aceptada como tal entre la gente, causando males por todos conocidos.Hay pueblos más inclinados que otros al uso y al abuso de la retórica. Los sajones y germanos se han mostrado siempre parcos y precavidos en el manejo de tan peligroso instrumento de persuasión. Los latinos y demás pueblos que habitan las orillas del Mediterráneo se han entregado a verdaderas orgías de retórica, las cuales han correspondido siempre a épocas de inquietud, de crisis y de profundo desarreglo en los espíritus. Díganlo si no la misma Atenas, la culta Alejandría, Bizancio en tiempos de los últimos paleólogos, la España de Gracián, el París de la Constituyente y la Italia de D'Annunzio, precursora de los días mussolinianos tan afectados por el letal flagelo.
La retórica siempre termina escondiendo algo, ocultando una porción de verdad para hacer más evidente otra o para dar plena expansión y lugar a la mentira. Y en esto los latinoamericanos, herederos in partibus del mundo latino, hemos recibido y acrecentado lamentablemente la sospechosa herencia. Somos tan afectos a maquillar y acomodar lo verdadero, ya sea a la medida de nuestros deseos o al servicio de nuestra mala fe, que hemos logrado asfixiarnos en la atmósfera de una retórica desatada.
Pero hay algo peor. Cuando la retórica se alía con la demagogia se consigue una mezcla explosiva que desemboca en el caos y en el desenfreno, como se vio en los días del terror jacobino o en los que siguieron a la marcha sobre Roma del grotesco duce.
Ejemplo de una elocuencia contundente del peligro que entraña la mezcla en cuestión es la historia de un líder político que ocupó la silla presidencial en repetidas ocasiones en uno de nuestros países hermanos y que solía ufanarse de que bastaba que le dieran un balcón para ganar las elecciones y subir al poder. Cada vez que tal cosa sucedió este genio de la retórica demagógica tuvo que abandonar luego su mandato por obra de un golpe de Estado. Jamás aprendió la lección, y murió, de regreso de un ominoso exilio, suspirando por un balcón. Sobre este pintoresco personaje, tan nuestro, me propongo relatar una muy sabrosa anécdota de la que fui testigo presencial.
Uno de los inconvenientes de esta proclividad por los malabares retóricos es que nuestro siempre vigilante e insomne vecino del norte, tan dado a vendernos planes de ayuda y de milagrosa salvación, se ha distinguido, precisamente, por un uso asaz parco de los tóxicos recursos de la retórica y se han limitado al ejercicio de un pragmatismo, con los pies en la tierra, todo lo chato y cuadrado que se quiera, pero altamente productivo y voraz.
Otra de las secuelas de esta debilidad es que nos mantiene en un limbo en donde gozamos de las delicias del mejor de los mundos posibles, donde todos los problemas están revueltos o en vías de solución, donde la prosperidad nos está esperando detrás de la puerta para darnos una felicidad duradera y sin fronteras, cuando en verdad nos estamos precipitando por un abismo de miseria, ignorancia y violencia que nos aleja cada día más de un auténtico destino civilizado y fecundo.
Y ahora va de cuento:
Hace ya muchos años, más de los que quisiéramos, vivía en un pueblecito del interior de Colombia el ex presidente de una república hermana que se había exiliado por obra de un golpe de Estado de los muchos de que había sido víctima en los varios mandatos que le otorgara el voto popular, por virtud de su privilegiada e imbatible garganta ciceroniana. Sucedió que en recientes elecciones el presidente en destierro había vuelto a resultar elegido, gracias a uno de esos retozos democráticos que a menudo se permiten los gorilas para aliviar, en parte, su conciencia y la de sus protectores de allende el río que sabemos.
El presidente de Colombia nos designó, al suscrito y a dos jóvenes aspirantes a futuras embajadas, para acompañar al recién elegido presidente del país vecino desde su refugio andino hasta el aeropuerto militar más cercano, desde donde volaría rumbo a su patria y al solio presidencial.
Bajo una implacable canícula de 45 grados a la sombra, recogimos a nuestro hombre y nos dirigimos hacia la base aérea.
En el camino nos detuvimos a tomar una cerveza fría en un café con billar donde paraban camioneros y conductores en busca de un breve descanso en su largo trayecto hacia la cordillera. Nos sentamos en una mesa metálica, de limpieza más que dudosa, y ordenamos nuestras cervezas. Llegaron éstas y cada uno sirvió su vaso. En el instante en que íbamos a tomar el primer sorbo cuál sería nuestro asombro al ver que nuestro nuevo presidente se ponía de pie y con voz engallada y estentórea se lanzaba en un discurso en el cual pasó revista a las batallas de Junín y Ayacucho y a otros hechos de nuestra historia común.
Unos jugadores de billar, a quienes el clarín oratorio impedía calcular sus carambolas con la necesaria serenidad, al oír la descripción que el orador hacía del rostro del mariscal Ayacucho con estas o parecidas palabras: "La nariz como una quilla, las quijadas como barcos, la alta vela de la frente limpia y despejada", gritaron harto acalorados de ánimo y de cuerpo: "¡Cállate, viejo loco!". Pagamos apresuradamente y salimos sin permitir al orador que terminara su arenga, pues ya estaba a punto de crearse el primer incidente fronterizo de su nuevo Gobierno.
Moraleja: no es recomendable el abuso de las dotes oratorias y menos aún en climas tropicales. La incontinencia verbal no es buena consejera y más bien tiende a crear la confusión y a hacer más evidentes y difíciles de soportar las crisis económicas y, ni que decir, las políticas.
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