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Tribuna
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Los notarios

Este pueblo nuestro, que tiene fama de iconoclasta, saltatumbas y esporádico, como diría Cela, no es que no respete a la autoridad, sino que elige las autoridades a respetar: el Plinio de García Pavón, el alcalde antes que el cacique, el taxista (el taxista es una autoridad y se sabe su oficio mejor que nadie) antes que el guardia. El notario.Aquí, donde no se respeta nada, todos respetamos mucho a los señores notarios, y con sano juicio, pues que han hecho una crudísima oposición mientras su noviecita del alma querida hacía trisagios para que sacase la plaza. El notario es el hipogrifo violento y calderoniano de la jurisprudencia, de la vida civil más que el político o el académico (yo quiero ser académico para anunciar diccionarios por la tele). Los psoes, que no respetan nada, y no sé si el presidente González o el ministro Boyer han roto con la tradición mediante reciente norma, poco o nada conocida del personal, por la que las transacciones necesitadas de acta notarial, que eran de veinticinco millones en adelante, ahora sólo necesitan notario de cien millones en adelante. Son los pequeños toques magistrales de una Administración que quiere ajustar tuerquecitas por donde puede y, en este caso, más que mermar míticos beneficios a los mitológicos notarios, ahorrar gastos a la gente que transa y hace correr el dinero. De estas limaduras del sistema no suele hablar el señor Fraga cuando define la política de Boyer como "golpe de Estado económico" y pregunta, agarbanzadamente, por el precio de los garbanzos, como si el cuarentañismo los diera regalados. Hemos tenido aquí notarios notorios que ya están en la Historia, y quizá les cueste salir de ella, como Blas Piñar o Alvarez/bis. Pero, más que como individualidades, nuestro pueblo respeta a los notarios como cuerpo, y me parece muy bien y muy justo. En Francia, por ejemplo, un notario no es mucho más que un procurador de los Tribunales. En España, repito, el prestigio legendario (legendario es lo que se lee, y los notarios han tenido que leer mucho) de estos altos e intachables testigos de la historia menuda o intrahistoria no se lo atorga tanto la Administración, con sus exigencias y beneficios, como el pueblo, con su instinto para saber que dentro de un chaleco forrado de Código Civil/mercantil hay un hombre honrado. Todos los notarios firman como Felipe II, y esto contribuye a su carisma entre un pueblo ágrafo que durante siglos no ha sabido firmar. Sólo el gallego engañó al notario:

-Señor notariu, que el huertu del vecinu mete sus ramas en el miu.

-Tuyas son las ramas y su fruta.

-El huertu que digo es el del señor notariu.

Ahora se reducen a una cuarta parte los ingresos de los notarios, por este concepto de las actas notariales, al hacer prescindible su presencia mientras no se llegue a los cien millones. No me parece una medida demagógica, ya que los notarios no se van a quedar con los muebles de caoba en la calle, sino un pequeño retoque, y esto debe saberlo el público en general cuando critica la política regeneracionista del nuevo Gabinete, llevado sólo por los chascarrillos y colmos fáciles de la leal oposición. Pero hay, en la medida que vengo glosando, algo más sutil e interesante para mí que ese pequeño recorte a los ingresos notariales. Hay un comienzo de desmitificación de las grandes mitologías administrativas.

El feudalismo de España, más que en el mero sistema económico de don Ferrer, está en estas cosas: funcionarios sacratísimos, culto a la inteligencia mnemotécnica (Fraga acaba de defender al que ha hecho dos oposiciones y se ve privado de una por las incompatibilidades) y devoción reliquial por las firmas ilegibles. Regeneracionismo es escribir claro.

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