Premio a la buena fe
En un pequeño bar del barrio de la Concepción he sido testigo silencioso de los desahogos del dueño del local, que servía a otro parroquiano: "¡Y ahora, la amenaza de retirar el carnet de conductor al que reúna más de seis multas impagadas! Esa es una sanción muy fuerte; y la sanción debe ser proporcional al delito. Yo, por mi parte, tengo una sola multa, pero no pienso pagarla porque la considero injusta... ¿Es que piensan resolver el problema económico del país con lo que obtengan de las multas? Ya ve usted cómo en otras cosas no tienen la menor intención de ahorrar... Por el contrario, lo primero que esta gente ha hecho en el Congreso es subirse los sueldos".He aquí la cruda expresión de un individualismo incapaz de apreciar mérito alguno en la complejísima acción del Gobierno en tanto aquélla no contemple el propio y mínimo interés personal, por más que éste choque con lo que los tomistas llamaban el "bien común", es decir, el interés primordial -preferente- de la sociedad y del país. El indignado rechazo de la multa que se considera injusta refleja una pretensión generalizada en la anárquica ciudadanía española: la de que las normas de justicia se apliquen a cada cual según el criterio del propio sancionado (esto es, que no se apliquen). En cuanto a la venenosa acusación contra los legisladores que se suben el sueldo, late en ella el deliberado propósito de no dejar ver más que una parte de la verdad. Porque el crítico en cuestión ignoraba, a conciencia, un hecho esencial: los legisladores egoístas han empezado por aceptar el principio de las incompatibilidades. (La subida de sueldos no implica el propósito de utilizar la política como medio de enriquecerse; por el contrario, trata de evitar la posibilidad de que la noble vocación política suponga la ruina económica para el que la sienta y la siga.) Por desgracia, en España este tipo de argumentaciones causa estragos. El español es muy sensible a cualquier insinuación malévola sobre los medios de enriquecimiento del vecino -sobre todo, si el vecino es político-; y, por lo demás, bien sabido es que la envidia es nuestra lacra nacional por excelencia.
Pero resulta mucho más alarmante el hecho de que la insidia o la mala fe prosperen en las mismas filas del partido que, con el respaldo de diez millones de votos, ocupa el, poder. Recuerdo el malestar que me produjo, apenas formado el Gobierno, cierto artículo que firmaba un conspicuo intelectual del PSOE, situado en un puesto representativo de muy alto prestigio y responsabilidad. El artículo en cuestión oponía severa crítica -o precrítica- a los nuevos ministros porque no eran los que "debieron ser" según el criterio del autor. Peor ha sido aún el caso del socialista señor Escuredo, lanzando desde Televisión Española una áspera andanada contra el Gobierno central, por su manera de llevar el ritmo de las transferencias autonómicas, y enarbolando ya, como hacha. de guerra, la frustración de los andaluces (¡!). El Gobierno central hubo de apresurarse a puntualizar que el señor Escuredo se movía aún sobre datos de la Administración anterior. Y, aunque así no hubiera sido, el señor Escuredo pudo haber tenido en cuenta que el Gobierno central ha de atender, simultáneamente, las demandas de los diversos entes autonómicos, estableciendo un cierto orden de prioridades a la hora de completar la construcción del Estado de las autonomías.
Tanto el editorialista en cuestión como el presidente de la comunidad autónoma andaluza debieron proceder con mayor prudencia -con mayor generosidad-, relativizando sus propias reivindicaciones, y, sobre todo, dando tiempo al tiempo. ¿Quién duda de que la crítica razonada no puede ser escatimada al Gobierno, cada vez que éste se equivoque o se obstine en el error probado?; pero me parece imperdonable anteponer la crítica a la acción criticada, y más si esa crítica se produce desde dentro de una mayoría gobernante que -se supone- debe creer en la capacidad y en la sinceridad de los hombres que ha elevado sobre el pavés, destacándolos de sus propias filas.
La actitud de la oposición es mucho más lógica. El deber de la oposición es buscar los flancos débiles del adversario; y es natural que monte su ofensiva contra los propósitos, incluso antes de que esos propósitos sean realidad, ya que de lo que trata es de reducir en lo posible la realización de un programa contrapuesto al propio. Lo que me parece más discutible es, de una parte, atribuir al Gobierno objetivos que no están en su intención -por ejemplo, las especulaciones sobre los propósitos de aquél en relación con los centros de enseñanza privada-, y de otra, el empeño -manifiesto en ciertos órganos de Prensa cada vez más proclives a los ultras- de atribuir una monolítica fe marxista a la filosofía actual del PSOE, aun a sabiendas de cuanto ha hecho Felipe González para actualizar el partido, aproximándolo a las socialdemocracias centroeuropeas.
Tampoco se puede aceptar como una táctica legítima regresar desde el Concilio Vaticano II al Vaticano I y resucitar fulminaciones inspiradas en el Syllabus o en las definiciones de Pío IX y de Pío X para negar el pan y la sal a un partido legítimamente llegado al poder, ignorando la evolución de la Iglesia en el último cuarto de siglo y cuanto han significado los pontífices Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II en el sentido de una apertura comprensiva para el mundo moderno y sus realidades políticas y sociales.
Hablar a estas alturas de desilusión o de desencanto me parece sospechosamente excesivo. El Gobierno, por el contrario, ha dado muy buenas muestras de que no defraudará a la opinión que ha confiado en él, precisamente porque tiene el punto de mira puesto en el país, por encima de sus propias soluciones de partido.
Yo señalaría dos tantos a su favor, en este simple despuntar de andadura. El primero, la gallardía y la honradez con que, lejos de atenerse a lisonjas o a paflos calientes, ha decidido iniciar su camino con medidas impopulares, pero necesarias: las que en el delicadísimo terreno económico ha puesto en vigor, apenas incorporado a su despacho oficial, el señor Boyer. El segundo, la afirmación españolista y antiterrorista, en labios del presidente y en los de los ministros de Defensa y del Interior: ya era hora de que la exaltación de la bandera y el aplauso a las fuerzas del orden escapasen al monopolio de los ultras. (El improvisado discurso del señor Barrionuevo en Euskadi, ante los despojos mortales de unas víctimas de ETA, debió de dejar estupefactos a cuantos vienen empeñándose torcidamente en presentar al PSOE como "encubierto simpatizante" con las atrocidades de la izquierda terrorista.)
Yo, que no voté al PSOE -porque no estoy de acuerdo con determinados puntos de su programa electoral-, me alegré sinceramente de su triunfo. En cuanto historiador -le decía, pocas fechas después, a un entrañable amigo derrotado en las urnas-, no puedo por menos de felicitarme porque aquello que fue imposible en la restauración canovista -la integración de la izquierda social en el sistema político de un liberalismo que se pretendía democrático- se haya hecho posible en la realidad democrática de la nueva restauración. El estupendo parlamento del señor Peces-Barba en el acto solemne de apertura de las Cortes socialistas supone un hito histórico memorable. Y en cuanto ciudadano de a pie, también me felicito, porque me parece evidente la virtualidad positiva del caudal de ilusión y de entusiasmo volcado, de manera excepcional -sólo equiparable al que en 1976 despertó el referéndum convocado por Adolfo Suárez para realizar el gran cambio-, por la ciudadanía española el 28 de octubre de 1982.
He comenzado reproduciendo una espontánea y lamentable declaración escuchada por mí -al filo de la calle- hace pocos días. Concluiré registrando otra, igualmente auténtica y anónima, pero de signo muy distinto. Una sencilla ama de casa -una ingenua y encantadora señora, poco versada en los enredijos de la política, atenta sólo a las cuestiones domésticas y a los problemas familiares, pero con una lucidez natural envidiable- me decía, al finalizar el pletórico año 1982: "Yo no he votado a los socialistas, pero me gustaría que tuvieran éxito, porque es evidente su buena fe; y la buena fe merece siempre premio".
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