El terror cósmico
LA INCERTIDUMBRE acerca del destino final del satélite artificial soviético Cosmos 1.402, cuyos fragmentos se nos pueden venir encima -entre ellos, un generador nuclear que funciona con uranio enriquecido y que, por tanto, produce radiactividad-, enlaza directamente con ciertos terrores clásicos, como los del "milenarismo" o como el del cometa Halley en fecha mucho más reciente (1910). Filósofos de la historia aseguran que los terrores cósmicos aparecen al mismo tiempo que ciertas crisis en la civilización. Es nuestro caso. El miedo a la civilización, después de una larga etapa de adoración a la ciencia y la técnica, apareció con las armas nucleares y con lo que se supone una deshumanización de la dirección o del sentido de la vida -robots, computadores- y conduce a los amplios movimientos combinados del ecologismo y el pacifismo. Aparte de lo que pueda haber de mito, de lo que hay de angustias ancestrales en el hombre contemporáneo, el accidente del Cosmos 1.402 representa, o al menos simboliza, la realidad de los miedos contemporáneos. No es sólo este ingenio el que nos amenaza: es una colección de cuerpos celestes artificiales los que gravitan sobre nosotros, en número realmente desconocido (las cifras que se dan son dudosas: hay una propuesta en las Naciones Unidas para que se haga un inventario, lo cual va a ser imposible por razones militares) y con un contenido que ignoramos. La posibilidad de que pueda haber satélites cargados con explosivos nucleares es muy escasa; la de que se puedan poner en órbita en cualquier momento es una certidumbre. Estados Unidos y la Unión Soviética están desarrollando ya armas defensivas antisatélites.A esta certidumbre se añade la comprobación de que el accidente es posible; ya ha sucedido, aunque todavía no sepamos con qué consecuencias. Y aunque todas las probabilidades parecen indicar que esas consecuencias van a ser nulas o mínimas (no va a haber catástrofe, casi con seguridad), queda claramente visto que las nociones de infalibilidad de la ciencia y la técnica, de la seguridad, de los mecanismos de control, pueden ser burladas por el azar y lo imprevisto. Si esta vez salimos adelante sin catástrofe, no sabemos lo que será la próxima, o las próximas. La seguridad que ofrecía el Cosmos 1.402 era la de que debía estar en órbita durante seiscientos años, durante los cuales el material nuclear a bordo pasaría al estado de inactividad. La realidad es que ha durado apenas cinco meses -fue lanzado el 30 de agosto de 1982-. Otra seguridad estaba en la capacidad supuesta de los mandos de tierra de hacerlo desintegrarse fuera de la atmósfera en caso de mal funcionamiento: no lo han conseguido más que en parte. Se aduce la estadística: aunque los fragmentos atraviesen la atmósfera, el 70% de la superficie terrestre sea marítima, y una gran porción de la Tierra esté deshabitada, de donde los daños pueden ser mínimos (hay un precedente, el del Cosmos 954, que cayó en la tundra canadiense en 1979 sin producir ningún daño, aunque Canadá tuvo que invertir seis millones de dólares -la URSS reembolsé tres millones- en la operación de limpieza). Pero la estadística es escasamente tranquiliz adora. Esta vez, la próxima, puede ser distinto. La idea de que por el estudio de la trayectografía puede saberse con exactitud el lugar donde puede caer el fragmento nuclear -si llega con actividad, o entero- y evacuarlo a tiempo es más irritante que tranquililadora.
La idea de que el espacio exterior común a todos los habitantes de la Tierra se ha convertido en una propiedad exclusiva de las dos naciones con el máximo desarrollo técnico y científico -y, por tanto, nuclear- es una muestra -que subleva- de la dependencia absoluta que hemos llegado a tener de ellas. Muestra, simultáneamente, el desprecio en que nos tienen a todos -incluyendo sus propios conciudadanos-, obsesionados sus poderes como están por una carrera espacial que ni siquiera oculta su finalidad más o menos remota: la de la guerra.
No bastará con inventariar los cuerpos artificiales del espacio, ni en señalar su peligrosidad. La presión debe ejercerse en el sentido de su prohibición absoluta, aun renunciando a los Posibles beneficios para un concepto de civilización, en cuanto presenten el menor riesgo. Una vez más, esta prohibición dependería, sobre todo, de un acuerdo entre las grandes potencias. Un acuerdo básicamente necesario, para el que toda presión popular es poca.
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