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Juramento y cargo público: una mezcla confusa

Desde hace cuatro o cinco siglos los españoles nos hemos acostumbrado a mezclar en todo la religión con la política. Y lo hemos hecho en contra de nuestro propio pensamiento más clásico: el de nuestros teólogo juristas del siglo XVI, que representaron la última floración interesante de nuestro pensamiento católico, junto con nuestros místicos y literatos de la época. Después todo fue decadencia y confusión. Y se fue haciendo paso, cada vez más, un clericalismo que rayaba frecuentemente en el teocratismo, cuyo culmen lo tuvimos en los cuarenta años del franquismo.Este monaquismo político impregnó los recovecos de la vida española oficial, que quería dirigirlo todo, llegando hasta la vida privada, y se valió de sus fórmulas religiosas para organizar la economía, la moralidad pública y hasta las diversiones más inocentes. El cardenal Segura prohibía el baile de las parejas jóvenes, porque un frailecito escribió el famoso libelo religioso macarrónicamente titulado "El baile agarrado es pecado". Los arzobispos ponían en guardia a sus efectivos para que las mujeres calzasen medias siempre y no recortasen en verano las mangas. Y los gobernadores civiles hacían suyas las normas de decencia de nuestros metropolitanos que en 1957 todavía estrechaban las filas de la pubindez católica. Y en todo lo que se refiere a solicitudes dirigidas a las múltiples autoridades oficiales de la Administración, o paraoficiales de la Falange, se requerían juramentos solemnes que, poco a poco, se convirtieron en declaraciones juradas, en las cuales lo religioso quedaba más diluido. Algunos obispos, más lectores del Evangelio, -habían recomendado esta sibilina fórmula, que usaba la palabra jurar en el título, pero no en el contenido de la declaración. Así se mantenía el fuero, sin tocar el huevo, consiguiendo aparente respeto hacia la palabra de Dios.

Porque -dijesen lo que quisieran los casuistas de esa moralidad hipócrita que todo lo justifica con subterfugios verbales el Evangelio había sido explícito: Jesús enseñó en él a no jurar por ningún motivo humano. San Mateo (según lo traduce la Living Bible) había recordado que el fundador del cristianismo se mostró totalmente contrario a la práctica de jurar y que bastaba decir, "sí cuando es que sí, y no cuando es que no". ¿Por qué?: "porque lo que pasa de ahí da que sospechar". Bien sea por la malicia del que jura o por la desconfianza, con fundamento, del que exige jurar. Pero esto no se remedia con la inflación juramentera, porque al final todo el mundo sabía en España que lo que se juraba no tenía la mayor parte de las veces ninguna semejanza con la realidad. Y los moralistas del casuismo llamaban a este subterfugio restricción mental, que era el legítimo uso de la aparente mentira verbal cuando teníamos que salir de un apuro. O sea, que diciendo literalmente mentira podíamos jurar en falso porque no teníamos intención de hacer verdadero juramento, ya que todo el mundo entendía lo que en el fondo decíamos. Bastaba cubrir el expediente externo, como lo exigía la legalidad civil de entonces, y todo el mundo quedaba contento.

Pero con ello la que quedaba mal parada era la religión, por un lado, y un mínimo de honradez cívica, por otro. Por eso, el católico debía haberse atenido estrictamente al consejo del Evangelio, y haberse negado a jurar en aquella ocasión, y más tarde en toda otra del futuro político que sobreviniese al país.

Hasta aquí la primera razón por la que yo, como cristiano, pensé que al prometer un cargo público no debía jurar, mal que le pese a los que estaban atentos a ver lo que hacía cuando acepté la responsabilidad de presidir el Consejo Superior de Protección de Menores. Y además no juré tampoco entonces porque no lo había hecho nunca en tiempo del franquismo, ya que, por suerte o habilidad, había sorteado siempre esta mezcla confusa de religión y política.

Y digo bien: que no se debe mezclar nunca la religión con la política. Y menos todavía en un Estado no confesional, como el que consagra nuestra Constitución vigente. Segunda razón por la que no creí debía mezclar lo cristiano con lo profano.

La sociedad civil no se gobierna por las leyes sobrenaturales, como creyó el francés Bossuet (y eso lo aprendí de nuestros teólogos del siglo XVI como fueron los dominicos Vitoria, Soto y Medina, o los jesuitas Molina y Suárez). Este mundo está hecho de tejas abajo, y así lo hemos de desarrollar nosotros con las solas fuerzas de nuestra razón. El ámbito del ciudadano es el de las relaciones naturales entre los hombres de distintas ideologías y creencias, y -para nada hay que mezclar las normas que afectan directamente a las cosas sagradas y que el creyente encuentra en lo interior de su conciencia como un impulso y un sentido para su actuación natural. Cuando fuimos los españoles a América, hace cuatro siglos largos, nuestros pensadores enseñaron que los reyes paganos eran tan legítimos gobernantes como los cristianos, y el derecho de propiedad de los indios igual al de los que creían en el Evangelio. Incluso nadie en la Iglesia tenía poder -según Domingo de Soto- para hacer que se oyese la predicación de nuestra religión: lo único que pedíamos era libertad para predicar, pero no podíamos exigir la obligación de escuchar.

Esto es lo mismo que enseñaron Pío XI y Pío XII en sus encíclicas sociales diciendo que la sociedad debe estructurarse por las normas naturales. Los hombres tenemos que construir la sociedad civil con nuestras luces naturales (la Vulgata dice que "Dios dejó el mundo a la disputa de los hombres"), las cuales son iguales en el creyente que en el no creyente. ¿Por qué entonces al prometer un cargo civil, natural, profano, mezclar externamente nuestras convicciones religiosas íntimas? Ni lo avala esto la Constitución no confesional que tenemos, ni la doctrina tradicional del catolicismo acerca de la sociedad, tal como se desprende lógicamente de lo que enseñaron nuestros pensadores más clásicos.

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