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1992, el descubrimiento de España

Ni los datos ni los análisis a nivel mundial empujan al optimismo. La recesión económica se instala con vocación de perpetuidad, el paro aumenta, la quiebra monetaria parece inevitable, la calidad de la vida se degrada, la violencia política se hace endémica, los enclaustramientos nacionales y grupales se generalizan, la inseguridad ciudadana se convierte en pesadilla, la asimetría internacional es cada vez más aguda e irremediable, los genocidios acompañan nuestras cenas ante el televisor, la sociedad se percibe como agresión, la insolidaridad se vive como legítima defensa, el desamparo es nuestro patrimonio más común, el futuro es casi sólo amenaza.Esto no son ocurrencias catastróficas de un momento depresivo. Los estudios e informaciones más fiables de que disponemos -Naciones Unidas, OCDE, Consejo de Europa- las fundan unánime y dramáticamente, sin que tengamos soluciones inmediatas que oponerles, pues, a corto plazo, los márgenes de maniobra que deja la crisis son tan escasos, que apenas cabe otra cosa que apuntalar, de mala gana, aquello en lo que se está. A un lado, las escaseces y la opresión de un socialismo de Estado ineficaz y autocrático; a otro, una democracia que ha reducido la participación política al rito electoral y a la oligarquía de los partidos, y que consagra un capitalismo impotente y a la deriva, reducido por las multinacionales a caricatura de sí mismo.

Y sin embargo, junto al agotamiento del indesplazable modelo industrial productivista y las perversiones políticas de la sociedad de masa, que hacen, a la par, posible e impensable que nuestro por-venir sea extrapolación de nuestro pasado, comienzan a percibirse otros signos que apuntan a un horizonte en el que cabe la esperanza.

Las 36 investigaciones promovidas y coordinadas por el grupo FAST de la CEE, que sitúan en una secuencia temporal de diez, veinte y treinta años los problemas del trabajo, la comunicación / informatización y las biotecnologías, nos presentan los saberes técnicos últimos no como seguros instrumentos para la recomposición de un exhausto e irrecomponible sistema económico, sino como vectores de la emergencia de nuevas pautas de organización social, como soporte de nuevas prácticas individuales y colectivas, como cultura.

Frente al desarrollismo depredador y homogeneizante, con su prepotencia cuantitativa y su retórica curalotodo -ese "desarrollo, dimensión patológica de la cultura industrial", que tan agudamente ha descrito José Luis Sampedro-, empieza a aflorar una civilización que se dice y se quiere diversa y múltiple, que ni eree ni acepta hegemonías universales, que no confunde crecimiento económico con felicidad, que reivindica al mismo tiempo lo público, como culminación comunitaria de lo privado, y lo cotidiano, como expresión de lo político; que se funda en la creatividad y en los límites de lo humano, que se sabe, sobre todo y antes que nada, cultura. En Francia, la Comisaría General del Plan acaba de publicar un informe, bajo la responsabilidad de Marc Guillaume, cuyo título es un programa: El imperativo cultural. La cultura, nos dice, no es una distracción a la crisis ni un aditamento a lo económico, sino una dimensión que debe penetrar todos los grupos y ámbitos sociales, pues sólo ella puede dar sentido y, por tanto, dinamizar la economía.

La cultura, forma de entender y de entendemos con la realidad; la cultura, declinada en cotidiano y en. plural; la cultura, memoria colectiva y, por lo mismo, apuesta a la imaginacion; la cultura, que, desde la alta expresión de lo artístico a la reiteración personalizada de las prácticas y comportamientos diarios, que no son trabajo, nos hace creadores; la cultura, que nos cura de imperialismos y nos salva de dependencias; la cultura, que nos instala como-individuos y como pueblos en nuestra verdadera dimensión; la cultura, que nos convierte a todos, y por igual, en primeros protagonistas.

Desde ella, y como alternativa a los imperios que se empeñan en seguir desgobernándonos, cobran singular actualidad e importancia esas convergencias no institucionalizadas de países que he propuesto designar como áreas ecoculturales. Su característica sería la de apoyarse en una historia en parte común, la de compartir, desde sus proclamadas diferencias, un mismo patrimonio de conductas y pautas culturales, y la de confirmar que sus principales parámetros sociales y económicos tienen entre sí más de semejante que de distinto.

Entre esas áreas ecoculturales destaca la que forman los países del Mediterráneo norte y sur -incluidos los del golfo- y las naciones latinoamericanas, área que hace algunos años venimos llamando ya Amela (es decir, árabe-mediterráneo-latinoamericana). En ella, dos espacios geográficos, el Mediterráneo y América, funcionan como plataforma y vehículo de interacción de tres grandes troncos étnicos y civilizatorios: los árabes, los latinos y los amerindios, ya en alguna medida interpenetrados y fundidos.

La conjunción de estos dos espacios y de esos tres troncos puede dar lugar, cuanto menos a nivel simbólico, a una nueva hipótesis de identidad ecocultural colectiva, la ameliana, y poner en marcha el necesario proceso de multipolarización mundial que nos saque del explosivo callejón sin salida en que nos sitúan los dos irreductibles enfrentamientos actuales: Norte frente a Sur, Este frente a Oeste.

Para esa hipótesis, en ese proyecto que es, obviamente, de condición cultural, la historia y la geopolítica conceden a España un (el) primer puesto. Pretender disputárselo, difuminando la nitidez de sus perfiles a base de latinidades centroafricanas o suresteasiáticas, es no sólo inútil tentativa de nacionalizar a favor de un solo país un diseño que o es común o no es sino, sobre todo, grave riesgo de invalidar un propósito que tiene a su favor la coherencia intrínseca de sus elementos y la imperativa exigencia de una posibilidad histórica.

Claro que para ello es fundamental que España asuma algo, por lo demás, extremadamente trivial; a saber, que para un país de desarrollo intermedio y situado en la periferia del juego establecido, la única política exterior independiente que cabe es la cultural.

Sobre todo, si además dispone del acervo de historia y de civilización que tiene nuestro país. Esta consideración no es de hoy. El 6 de junio de 1935 publicaba Américo Castro en el diario El Sol un hermoso artículo, La cultura española en el extranjero. En él se oponía a la reducción operada durante el bienio derechista en la ya exigua asignación de 900.000 pesetas para actividades culturales en el extranjero, y después de afirmar que la verdadera presencia exterior de España sólo podía ser cultural, concluía: "Que no se hable de leyenda negra: se fabrica aquí, en una nación donde la cultura suele ser la quinta rueda del carro".

La leyenda negra de España no corre ahora a caballo de su potencia, codicia, intransigencia, crueldad, oscurantísmo, sino de nuestro achicamiento, de nuestra insignificancia. No serán ni 84 ni 184 aviones F-18A Hornet -por necesarios que sean-, como tampoco la penosa incorporación a la CEE, lo que nos redima de la condición de molesto

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1992, el descubrimiento de España

Viene de la página 9y tolerado mezzogiorno que hoy se nos asigna. A ese nivel y en ese marco, el de la anglosajonia euroatlántica, con su racionalidad instrumental, su elitismo de gentes rubias, sus criterios hiper y posindustriales, su vocación anacrónica de centro del mundo marco en el que llevamos casi un siglo de ciudadanos de segunda, ni encontraremos a nadie dispuesto a escucharnos ni lo que tengamos que decir podrá ser entendido.

Pues lo nuestro no consiste en perpetuar a toda costa un modelo agotado y hermético que ha perdido toda capacidad de autotransformación, sino en vocear, hacia dentro y hacia fuera, los nuevos problemas y sus posibles nuevas soluciones, los nuevos actores sociales, los nuevos procesos en surgimiento, los nuevos signos, las nuevas fronteras. Ese viento de lo nuevo que empuja más allá de la crisis y al que nuestra situación nos hace particularmente sensibles.

Hacia dentro, tomando en serio la perspectiva cultural, en el sentido descrito -¡qué escarnio que la Comisión Delegada de Cultura no se haya reunido una sola vez desde su creacion, ni en la dictadura ni en la democracia!-, que debe perfundir, como muchos reclamamos, las vidas cotidiana y pública de los españoles.

Hacia fuera, asumiendo radicalmente esa situación y estableciendo desde y sobre ella nuestras prioridades. Amela y la Cultura, las dos con mayúscula, como ejes capitales de una ambiciosa presencia exterior y con un programa de diez años para su ejercicio. Un instituto para el estudio de las nuevas tecnologías en relación con los países de desarrollo intermedio -electrónica, energía, información, comunicación, etcétera-; una agencia de cooperación cultural, científica y técnica de Amela; un centro de coordinación de archivos, bases y,bancos de datos relativos al área; un espacio audiovisual arpeliano, una universidad de tercer ciclo para los estudiantes del área, una enciclopedia de ciencias, técnicas y culturas, desde la perspectiva ameliana, etcétera.

España, no como manipulador retórico de hispanidad ni como periférico postulador de una silla en la mesa del Norte, sino accionada desde la América india y latina y desde el Mediterráneo árabe y revelando que Amela puede ser el gran conector cultural entre Norte y Sur, el área que puede clausurar simbólicamente el desequilibrio y la dependencia que hoy presiden las relaciones internacionales, el espacio donde la última revolución tecnológica puede traducirse no en mayor dominación, sino en mayor libertad; el ámbito que puede alumbrar nuevos modelos de sociedad, el marco en que lo cultural y lo popular pueden ser estrictamente sinónimos.

1492-1992. Cinco siglos enlazados por un mismo horizonte. España, como descubridor y como objeto de descubrimiento. España, como utopía en acto.

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