La libertad de expresión y su sombra
Me gustaría comenzar, antes de entrar de lleno en el asunto, apuntando a la incómoda situación que parece dibujarse en la política cotidiana de este país. Da la impresión de que se entiende por dialogar el diferir en cosas de detalle desde la aceptación incondicionada de los grandes principios del supuesto cambio. Si tal aceptación se hace con la etiqueta, por ejemplo, de independiente, mucho mejor, pues de esta manera se crea el reflejo de una distancia que raramente se traduce en la práctica. Y esto es doblemente peligroso. Primero, porque es falso, ya que dialogar -muchas veces- es enfrentarse desde supuestos bien distintos (hay, desde luego, un supuesto básico a compartir: el deseo de dialogar). Segundo, porque así se invita al entreguismo: "Te hago caso si previamente eres de los míos". Mala cosa, sí lo que se busca es la deseada construcción de una sociedad más libre.Pero vayamos al corazón del tema. Un periodista, director de un medio de difusión -el diario vasco Egin-, ha sido condenado por reproducir textos de una organización armada, ETA. De esta manera se pone en cuestión un órgano de Prensa. De esta manera se está poniendo en juego el derecho a la información de ese periodico. El asunto es grave. Y lo es por muchas razones. Algunas son fáciles de seleccionar, y la imaginación del lector podría completarlas a su antojo. En primer lugar, quien recorta una vez la información sobre un hecho ha atacado y recortado, eo ipso, toda la información. No hay excepciones -y da vergüenza repetirlo- en el terreno de la libertad. No procede decretar que unas bocas han de estar cerradas y otras no. Es, en suma, el no reconocimiento, a través de una instancia concreta, de la tarea del periodista: que diga lo que sucede. En segundo lugar, se da una extraña selectividad: otros periódicos, otros medios de comunicación, pueden hablar de ello -de hecho, lo hace n con frecui6ncia-, pero ese periódico, no. Es como si se sugiriese este dictarorial principio: "Yo, que soy bueno, puedo decir eso mismo que tú, que no eres tan bueno como yo, debes callar". En tercer lugar, y como se ha repetido ad nauseam, los males, cuando lo sean, no se solucionan ocultándolos. La cuestión, repito, no es la de si está bien o mal tal hecho, sino si se ha de hablar de ese hecho. La veracidad, la lucha contra la opacidad, es el primer paso para que disminuya toda violencia en nuestra sociedad. Lo reprimido, cuando retorna, suele hacerlo vengándose. Y en cuarto y último lugar, intentar suprimir de la información lo que en Euskadi ocurre es de una ceguera incomprensible.
Allí hay problemas específicos. Quien quiera vestirse de pulpo y echar tinta para que todo se emborrone, allá él. El periodista, sin embargo, tendrá que narrar lo que en Euskadi sucede, porque eso es sustancial para aquella comunidad (y, de rechazo, para ésta). Lo que es verdaderamente absurdo es poner silenciador allá para colarnos interpretaciones a gusto del consumidor acá. De esta forma nos encontramos con el conocido principio franquista, según el cual, era tan clara la perversa oposición, que no era necesario darla la palabra y era tan clara la sana doctrina del poder, que no sólo podía enjuiciar los hechos de aquélla, sino que incluso podía reconstruirlos sin mirarlos.
Es posible que detrás de la condena al diario Egin por medio de su director, J. F. Azurmendi, se esconda algo de lo que señalamos al principio: el miedo a que se disienta. La tentación a la uniformidad convierte en pecado cualquier actitud no sometida. A los jueces les sobrarán leyes para colocar a Egin una y otra vez en situación delictiva. A los periodistas, por su parte, no les deberían faltar fuerzas para vocear que lo que aquí se defiende es, pura y simplemente, la libertad de expresión.
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