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Las perspectivas del cambio

En momentos como los actuales, en los que, desgraciadamente, debo abandonar España por unos meses, me resulta consoladora la posibilidad de reflexionar públicamente sobre el cambio de tan singular importancia que da comienzo en el país como consecuencia de la victoria socialista en las elecciones del 28-O. Para empezar diré que coincido de todo corazón con el tono optimista y admirativo de la mayoría de los comentarios que he leído hasta la fecha, en los que se abunda sobre la madurez de los votantes, de los líderes políticos y de los principales portavoces del mundo de las finanzas y el trabajo, y de la Corona. De la misma forma, creo que, pese a dos semejanzas evidentes entre 1936 y 1982 (la victoria electoral de la izquierda y la crisis económica), son mucho más importantes las diferencias entre las dos fechas que las similitudes. Hoy no existen los movimientos agresivos, tanto de izquierda como de derecha que tuvieron su auge en vísperas de la guerra civil. De la misma forma, los modelos de sociedad más prestigiosos del momento no son los de una dictadura fascista o soviética, sino los de las sociedades pluralistas de Europa occidental con sus economías mixtas y sus libertades individuales. Sumo mi voz, por consiguiente, al coro de los que prevén la consolidación de la Monarquía democrática y parlamentaria. Pero, en vez de escribir una loa, dedicaré el grueso de este artículo a adelantarme a algunos de los problemas que es más probable que le compliquen la vida al Gobierno de Felipe González en los meses, y aun años, venideros.Es evidente que el principal objetivo del Gobierno socialista no es el de socializar la economía española, sino mas bien el de aumentar su eficiencia, alentar una nueva ética de trabajo y generar un mayor sentido de la responsabilidad social por parte de las instituciones públicas y privadas. La estricta aplicación de las incompatibilidades va a hacer daño al bolsillo de los profesionales más competentes de la medicina, la abogacía, profesorado y alta administración. También puede causar una confusión temporal en muchos de los ministerios, hospitales y servicios sociales. Y digo todo esto no para desacreditar esta, política sino advertir de que en su primera fase será de difícil aplicación. De la misma forma, el esfuerzo necesario para reducir el papeleo en todos los grandes organismos, tanto públicos como privados, va a afectar al orgullo y el sentimiento de la propia utilidad de millares de funcionarios, o profesionales de todas clases, que han estado manejando esa montaña de papel. Por añadidura, puede crear situaciones en las que, al mismo tiempo que se les pida mayor dedicación en su trabajo, habrá menos trabajo para todos ellos. Además de todas estas cuestiones de índole material, creo que hay un serio problema de orden moral en toda la izquierda y, muy específicamente, en los millares de profesionales que organizaron la campaña del PSOE. Estos militantes han trabajado por el socialismo democrático y no solamente para un Gobierno que, como el de Franklin Roosevelt en los años treinta, salvara a los capitalistas de su propia locura. Muchos dirigentes empresariales han saludado la victoria de Felipe González precisamente porque las reformas que promete redoblarán la eficiencia y la capacidad de competencia del capitalismo español. Son reformas que los Gobiernos de UCD podrían haber llevado a cabo de no ser por el ridículo egoísmo de sus barones. Personalmente, creo que el tipo de economía mixta de los países del Mercado Común conviene mejor a sus ciudadanos que economías de tipo más socializado, pero el Gobierno del PSOE puede desilusionar a sus más ardientes partidarios si confina sus actividades a la reforma administrativa y económica de tipo más pragmático.

Es cierto que el programa socialista propone una sociedad más justa e igualitaria, con mejoras específicas en la escuela pública, las universidades y la seguridad social. En todo ello yo prevería dos tipos de problemas: la resistencia inercial de los cuerpos profesionales y la presión de los intereses multinacionales de carácter tanto económico como militar. Las más poderosas organizaciones profesionales siempre protegen los intereses corporativos de sus miembros contra cualquier intervención del Gobierno en favor del bien público. En los últimos tiempos, este tipo de autodefensa corporativa ha hecho que fuera extremadamente difícil llegar al fondo de escándalos que han afectado a instituciones hospitalarias y a la misma RTVE. Un Gobierno socialista es probable que encuentre aún mas dificultades para actuar en esos campos que uno de la UCD. Es también, des afortunadamente, evidente que la Iglesia continuará insistiendo, en nombre de la libertad de enseñanza, en que se subvencione sus escuelas para clase media, a expensas del equipamiento, ya escaso, de las escuelas públicas de los suburbios. Tan dificultoso como la resistencia inercial de las fuerzas corporativas es la resistencia de los intereses multinacionales . En el cuarto de siglo que media entre 1950 y 1975, las multinacionales han jugado un papel muy positivo produciendo empleo y contribuyendo a la mejora del nivel de vida, pero los márgenes de beneficio con los que trabajaban eran exorbitantes y en la economía mundial de los últimos años han explotado inmisericordemente a España, como a otros países en vías de industrialización. El precio de los productos farmacéuticos y químicos es mucho más alto en España que en Estados Unidos o el Reino Unido. Campañas de publicidad a toda máquina inducen a los compradores a procurarse sustitutos de la aspirina a precios mucho más altos y no mayor efectividad. Menos divertidas son aún las implicaciones militares del tema. El Gobierno de UCD quería comprar los cazabombarderos F-18 a un precio sustancialmente mayor que el que paga la propia Marina de Estados Unidos. El coste de esos aviones constituiría una carga gigantesca para la economía nacional, mientras que las necesidades reales de la defensa española, tanto en Europa como en el Norte de Africa, no exigen ese tipo de aparatos, pero el Gobierno sufrirá, indudablemente, las mayores presiones del Pentágono y de los fabricantes, en reminiscencia ominosa de lo que el propio presidente Eisenhower calificó en su día de complejo militar-industrial.

Otras dos cuestiones merecen cuando menos una mención al paso. Los Gobiernos del período 1977-82 negociaron estatutos de autonomía sumamente constructivos con vascos y catalanes, y no tengo por qué dudar de que el Gobierno socialista seguirá por esa vía, pero el debate sobre la LOAPA ha demostrado que existe una notable confusión entre las necesidades de la descentralización, tal como se puede aplicar a otras partes del Estado, y el imperativo de reconocer culturas fuertemente diferenciadas en lo histórico y lingüístico, muy notablemente en el caso de catalanes y vascos. Finalmente, siempre es necesario recordar que los poderosos, aunque reducidos, grupos terroristas o golpistas están cualquier cosa menos desarmados, aunque el abrumador voto en favor de la democracia les haya colocado temporalmente a la defensiva. Pero, aunque en este artículo he tratado de subrayar deliberadamente los problemas, espero que el lector comprenda que, vista la cuestión en perspectiva, creo que España consolidará en los próximos años su proceso democrático como es el anhelo de la inmensa mayoría de sus ciudadanos.

Gabriel Jackson es historiador norteamericano especializado en el siglo XX español.

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