_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los dueños del miedo

Ariel Dorfman

A los norteamericanos, más que a cualquier otro pueblo que yo conozca, les encanta asustarse a sí mismos. Desde que estoy en este país es invariable que un libro de horror, y generalmente varios más, se encuentre entre los más vendidos de cada mes. Suelo abstenerme de leer aquellas novelas truculentas y monótonas. Esos terrores producidos en serie me parecen de tan poco interés como los libros de dieta y ejercitación, que son sus más seguros competidores en las preferencias populares. Mientras unos aconsejan cómo sacar kilos del cuerpo, los otros hacen supuestamente enflaquecer y purgarse el alma. Ambos tipos de lectura me dan una impresión sobrecogedora de falsedad tal que sé que jamás podría convertirme en un adicto o un verdadero practicante.El año pasado, sin embargo, me devoré uno de esos libros de suspense, que llevaba el insólito título -inspirado en un grabado del poeta William Blake- de Dragón rojo. Ojalá no lo hubiera hecho.

Al abrirse la novela, se acaba de descubrir que, por segunda vez en un mes, un nuevo hogar norteamericano ha sido atacado por un desconocido. Todo indica que se trata del mismo criminal, pese a que los pueblos donde ocurrieron los dos incidentes están separados por miles de kilómetros de distancia. En ambos casos, todos los miembros de la familia han sido asesinados; la madre, violada; los espejos, hechos añicos. Pero lo que hace sospechar a la policía que se trata de la misma persona es que, ahora y entonces, los cuerpos están destrozados por mordeduras particularmente brutales. Lo que da miedo es que el asesino ha actuado como si conociera de cerca a las víctimas y tuviera una gran intimidad con sus hábitos, la disposición de las puertas y ventanas de su casa, el barrio, el interior de cada dormitorio. Sin embargo, no hay relación alguna entre las dos familias, y cuando aparece una tercera asaltada en circunstancias idénticas, en un lugar alejado de las otras dos, la policía se da cuenta de que no hay cómo impedir que esto se siga repitiendo hasta que ese anónimo enfermo mental se canse de matar. Hay, sí, una persona que puede ayudar, un detective jubilado. El había descubierto que poseía dentro la facultad de poder situarse en la mente de un ser monstruoso, él podía mirar el mundo desde sus ojos y entender, e incluso anticipar, la lógica insana que le movía. Por eso mismo había solicitado su retiro de los servicios de investigación: porque, para comunicarse con esos seres deformes, debía él explorar en su propia psiquis, rozar allá en su interior las mismas zonas de anormalidad y desvío. Ahora, para salvar a familias inocentes, debe volver a utilizar ese talento de telépata, ese salto imaginativo hacia alguien enteramente marginal, enteramente demente, cercanamente hermano. La novela relata el duelo entre estos dos hombres.

No revelaré el sorprendente final ni tampoco las muchas peripecias alucinantes que conducen a él. Pero no sería una infidencia contarle al lector -puesto que el autor lo da a conocer en uno de los primeros capítulos del libro- cómo es que el asesino puede exhibir -tal familiaridad con sus víctimas sin que nunca se haya aproximado antes al lugar del crimen. Muy simple: ese alienado trabaja en un laboratorio que hace el revelado de filmes caseros y aficionados, de esos que se sacan con cámaras de super 8 en las vacaciones, en los aniversarios, en los asados, para tener después recuerdos de familia. Entre miles de muestras, él selecciona y luego revisa, con tranquilidad de voyeur distante, a quienes ha de destruir... Si el detective tiene la capacidad para penetrar en mentes ajenas a la suya, el homicida tiene la capacidad mucho más aterradora de ingresar en cada hogar donde se utiliza una cámara, de presenciar las escenas más íntimas con sus ojos torcidos, desde la oscuridad de sus deseos. Sentí -qué otra palabra escribir, aunque rememore las novelas góticas del siglo XIX y las malas películas de misterio del XX- un estremecimiento. De pronto, toda la realidad se volvía amenazante: en este mismo momento alguien extraño puede estar mirando la foto de mis hijos, de mi mujer, de mi jardín. Me supe expuesto, plural, sin amparo.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Pero los buenos libros, además de capturar la atención del presente, poseen a veces la virtud -o el defecto- de prefigurar el futuro. No me refiero, en este caso, a las predicciones de un Orwell, ni a los pronósticos tecnológicos de Wells y Verne. Me refiero, desafortunadamente, al Dragón rojo.

Porque cuando alguien abrió, hace unas semanas, unas botellas del remedio Tylenol, en Chicago, y les inyectó cianuro a las cápsulas, matando a siete personas, y cuando ese caso se multiplicó como una epidemia por EE UU, apareciendo ácido en las gotas para los ojos y cajas de cereal con veneno para ratas, lo que estaba ocurriendo repetía, en esencia, el mismo método del libro. No se trata de un accidente.

En una sociedad de consumo no existe de veras un mundo privado o autónomo. Estamos enmarañados en los miles de objetos que compramos, que otros desconocidos fabrican, y empaquetan, y venden. Cualquiera tiene acceso a las mercaderías que necesitamos para sobrevivir. Hace años que se habla -y las novelas de suspense también han adoptado ese tema apocalíptico- de lo fácil que sería que un grupo de terroristas se apropiara de una bomba nuclear para chantajear así a las autoridades. Pero el Dragón rojo y el dragón de los Tylenol demuestran que no hace falta un arma tan sofisticada para destruir el tejido social y adueñarse de la calma de millones de personas. Nuestra salud, nuestra vida privada, nuestros hogares están a merced, están al alcance de la mano de cualquier demente. Y si los asesinos pueden estar en cualquier parte, entonces se justifica una total vigilancia policial. En estos días hemos visto con consternación que el negocio donde se vendía los Tylenol endemoniados filmaba continuamente a sus clientes. Nuestros movimientos públicos los escrutan, para protegernos, los servicios de seguridad, y nuestros movimientos privados quién sabe quien los revisa, desde qué servicio de revelado de fotos, desde qué rincón lejano. Alguien nos desnuda y nos somete a su pornografía.

Desconfianza en las relaciones

A medida que la desconfianza comienza a corroer las relaciones y cada extraño puede esconder un enemigo, la cadena solidaria y cariñosa que tiene que estar en la base de todo flujo social se va paralizando. Esta condición paranoica, por ejemplo, ha terminado alterando algunas de las costumbres más tradicionales. Basta con mirar lo que ha pasado con una de las celebraciones más populares y autóctonas de EE UU, la fiesta que aquí se llama Hallowe'en y que en otros climas se conoce como la Noche de Walpurgis. Se supone que el 31 de octubre, al anochecer, y antes de que amanezca el Día de los Muertos (o de Todos los Santos), salen a rondar los fantasmas y a volar las brujas. Para conjurar esa presencia de lo sobrenatural, para robarles el miedo a las sombras, los niños aquí se disfrazan y se ponen a recorrer las casas. En la cara llevan un antifaz, y una bolsa vacía en las manos. Cuando se abre la puerta, unas vocecitas que nada tienen que ver con su supuesta personalidad de Frankenstein o de Orgo cantan Trick or Treat. Estas palabras son una variación gringa de nuestra famosa frase la bolsa o la vida, lo que en este caso quiere decir: "O usted me llena la bolsa (de cosas ricas para comer) o yo voy a hacerle imposible la vida". Y hay que comprar la voluntad de los pequeños endriagos con unos caramelos, unas manzanas, hasta unos centavos, para que no se conviertan en fantasmas de carne y hueso y coloquen chicle en los timbres o desinflen los neumáticos del automóvil. La idea es que los niños espanten a las almas en pena con sus disfraces y que los adultos se deshagan después de los niños amenazantes mediante unas golosinas. En estos últimos años, como todo en EE UU, la celebración se había comercializado en demasía, y me dicen que se comienza a exportar insensatamente a otros países donde no tiene raíces populares.

Pero aquí sigue siendo un rito compartido para arrinconar, entre todos, el miedo. Si el adulto no coopera, paga las consecuencias. Cuando yo era niño en Nueva York, lo que más nos gustaba era que no nos regalaran nada, porque eso nos daba la libertad de hacer diabluras sin que nuestros padres tuvieran el derecho a enojarse. La noche nos pertenecía. Este año casi no se celebró Hallowe'en en EE UU. Condados y ciudades lo prohibieron. Se les urgió a los mayores precauciones especiales. Patrullas de ciudadanos y policías se paseaban por las calles. Más que un festejo, parecía una pesadilla. Se encontraron hojas de afeitar en las manzanas, veneno en los caramelos, gusanos en los chocolates.

La fiesta que se había establecido para que los niños, por lo menos una vez al año, aterrorizaran a los grandes, se ha convertido de pronto, como lo anotaba un comentarista del Washington Post, en una oportunidad para que algunos adultos enfermos acechen a los niños.

De las brujas ficticias, de los cadáveres que caminan, de los espectros del pasado nos hemos estado defendiendo desde la época de las cavernas. Son seres de temer, pero relativamente apacibles. Hemos tenido trato con ellos hace tiempo, y ellos, debo suponer, como quieren seguir conviviendo con nosotros, reconocen ciertos límites y conjuros.

¿Pero quién nos defenderá del Dragón rojo?

Ariel Dorfman es crítico literario.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_