El presidente Gemayel no está en condiciones de imponer su autoridad a la falange libanesa
Todo aquel libanés que llevaba un uniforme había sido movilizado. Soldados de infantería, guardias republicanos, infantes de Marina, militares de los comandos especiales, policías, bomberos, boy scouts y hasta los miembros de un club de judo desfilaron ese lunes 23 de noviembre, fiesta de la independencia libanesa, ante una tribuna presidencial donde Amin Gemayel ocupaba, obviamente, un lugar preferente rodeado de todos los dignatarios de la nación, cristianos y musulmanes.Allí estaban, apretujados, en el estrado el primer ministro, Chafic Wazzan, y el presidente de la Cámara de Diputados, Kamel Assad, y hasta algunos enlaces sindicales locales, viendo ondear orgullosos la bandera nacional, estampada con el cedro, árbol que simboliza a Líbano, y enderezándose altaneros cuando la banda tocaba los primeros compases del himno nacional antes de proseguir, sorprendentemente, con el estribillo del Soldado Escocés, marcha militar británica. Pero a nadie le pareció incongruente esta música; la ocasión era demasiado festiva y alegre para que nadie se extrañase.
Líbano cumplía 39 años de independencia, pero por primera vez desde hace ocho años, desde el inicio a mediados de los setenta de la guerra civil, la fiesta se volvió a celebrar. El recorrido elegido para el desfile no pudo ser más simbólico de la reconciliación nacional: a lo largo del pasaje llamado del Museo Nacional, en plena línea verde, donde durante ocho años se escuchó ininterrumpidamente el crepitar de las armas porque por allí pasó el frente divisorio entre el oeste de la capital, musulmán y progresista, y el este, cristiano y conservador.
En ese decorado de ruinas calcinadas, de paredes convertidas en coladores por los impactos de balas, Amin Gemayel, el nuevo presidente de Líbano desde hace dos meses, tomó, por fin, la palabra: "Si realizamos nuestros sueños...", dijo con tono grave y trascendente.
Pero, cómo realizar el sueño de "renacer de sus cenizas", de volver a ser una nación en lugar de un campo de batalla, de hacer nuevamente de Beirut el centro cultural y económico del mundo árabe, cuando a una quincena de kilómetros al sur de la capital estaciona la avanzadilla de los 40.000 hombres del Ejército israelí (Tsahal), que aún ocupa un tercio de Líbano, y que en la misma dirección, hacia el noreste, están atrincherados los primeros elementos del contingente de 20.000 soldados sirios y 8.000 fedayin palestinos, que controla otro tercio del país, y que en el mismo sector oriental de la ciudad siguen en pie de guerra los 5.000 miembros y 15.000 reservistas de las Fuerzas Libanesas de las milicias cristianas unificadas, que capitaneaba Bechir, el hermano de Amin Gemayel.
¿Cómo realizar sus sueños cuando la autoridad del presidente no abarca mas allá del palacio presidencial en Baabda, del sector occidental de Beirut y del aeropuerto internacional, y que incluso en estos veinte kilómetros cuadrados sus órdenes no serían acaso ejecutadas de no ser por la fuerza multinacional enviada a Líbano por Italia, Francia y Estados Unidos?
Los problemas de Amin Gemayel son internos antes de ser internacionales, con la herencia que le dejó su hermano menor, el asesinado presidente-electo Bechir Gemayel. El Ejército libanés disparó por primera vez en ocho años, el 13 de septiembre, contra uña milicia izquierdista, y menos de una semana después controlaba, junto con el Tsahal (ejército israelí), Beirut oeste, feudo de una izquierda libanesa, que se apresuraba a desarmar.
Casi tres meses después del inicio de la pacificación de Beirut las milicias falangistas siguen, sin embargo, inamovibles, llevando a cabo sus patrullas y controles callejeros, y si el Ejército regular libanés pudo, por fin, penetrar el 3 de noviembre, junto con algunos elementos de la fuerza multinacional, en la plaza fuerte cristiana, su presencia es allí únicamente simbólica.
Las reticencias falangistas
Las Fuerzas Libanesas dejaron antes bien claro que, en contra de lo sucedido en el oeste, no podría en el este efectuar registros o incautar las armas que encontrase, y los primeros vehículos blindados que se aventuraron en los barrios cristianos de la capital lo hicieron coronados con amplios retratos de Bechir, el asesinado jefe militar de la falange, como si Amin necesitase la caución de su hermano para enviar a su ejército a Beirut este.
El Gobierno de Amin Gemayel Chafic Wazzan no ha conseguido tampoco, a pesar de que el Parlamento le otorgase, a principios de noviembre, plenos poderes por un período de seis meses, recuperar el control de todos los puertos en manos de la falange, por los que transitan miles de toneladas de productos importados que no pagan derechos de aduana si se exceptúa la pequeña tasa que vierten a las Fuerzas Libanesas. El quinto muelle de Beirut, del que se apoderé hace siete años la falange, es el más activo de todo el puerto.
El porvenir de la milicia
Tampoco ha podido acabar el incipiente Estado libanés con esa especie de impuesto confesional de un 2% de los ingresos que pagan a las Fuerza Libanesas todos los cabeza de familia de¡ reducto cristiano y que sirve para adquirir armas y proporcionar un sueldo a sus milicianos.
La costumbre de extorsionar a la población local se ha extendido, con la complicidad del Ejército israelí, al sur de Líbano, donde los hombres del comandante rebelde Saad Haddad recaudan importantes cantidades a cambio de facilitar los trámites administrativos de los ciudadanos de a pie.
Cuando se le pregunta hasta cuándo los milicianos falangistas seguirán recorriendo las calles de Asherafieh, principal barrio de Beirut este, con ese uniforme verde-manzana, igual al del Tsahal si no fuese por el redondelito rojo con un cedro verde que llevan en el solapa, el presidente Amin Gemayel contesta imperturbable que "el día en que el Ejército ostente el monopolio de las armas en el territorio nacional las Fuerzas Libanesas serán las primeras en respetar este monopolio".
No es seguro, sin embargo, que cuando los ejércitos extranjeros hayan evacuado Líbano Amin Gemayel consiga disolver la milicia falangista, cuya existencia constituye para muchos cristianos libaneses la mejor garantía contra eventuales veleidades revanchistas por parte de los musulmanes.
Acaso deba limitarse, como lo preconizó Bechir Gemayel y lo exigen los responsables de las Fuerzas Libanesas, a verterlas en el Ejército, o a crear algún cuerpo especial de fronteras en el que integrarlas, soluciones, todas ellas, temidas por una izquierda preocupada por el desequilibrio confesional que podría causar su presencia en las filas de unas fuerzas arma das libanesas en las que sólo 8.000 hombres -el tercio de sus efectivos- son, por ahora, operacionales. Nunca, desde luego, la milicia cristiano-falangista podrá ya ser totalmente desarmada porque en previsión de su posible desaparición formal sus hombres han tomado la precaución de esconder una buena parte de sus armas ligeras.
Divisiones intercristianas
Los dirigentes cristianos están, en el fondo, divididos. Algunos, como Karim Pakraduni, creen que hay que jugar la carta libanesa, acordar pronto o tarde disolverse y, mientras tanto, respaldar al presidente Gemayel en su rechazo de las inaceptables condiciones israelíes para acceder a evacuar Líbano.
Otros, en cambio, como Etienne Sakr, jefe de la organización extremista los Guardianes del Cedro, se pronuncian abiertamente en Jerusalén, dónde ha sido invitado por el Gobierno de Menajem Beguin, no sólo por la firma de un tratado de paz libano-israelí sino por la conclusión de un pacto de defensa mútua entre Líbano e Israel.
Fady Frem, el sucesor de Bechir Gemayel al frente de las Fuerzas Libanesas, aun siendo partidario de una retirada del Tsahal de Líbano, sintetiza los deseos de la extrema derecha cristiana cuando, con motivo del 46 aniversario de la fundación de la Falange por Pierre Gemayel, declaró en público que, además del mantenimiento de un pequeño ejército privado, "el establecimiento de lazos especiales entre las minorías que existen en Oriente Próximo" (cristianos y judíos) constituye, junto con el mantenimiento de una milicia, una garantía indispensable para que los maronitas de Líbano no se vean algún día sumergidos por los musulmanes, que ya son mayoría demográfica en el país.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.