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La fierecilla, liberada

El movimiento de liberación de la mujer ha considerado a La fierecilla domada, de Shakespeare, como un manifiesto típicamente machista de la situación de la mujer en una sociedad dominada por el hombre. El lugar que le corresponde a la mujer es bajo la bota del hombre. Lo cierto es que esto no es tan típico como parece. La fierecilla, virago o mujer de mal genio, es algo desde hace muchos años propio de la literatura europea y generalmente no aparece su doma. Jantipa, la mujer de Sócrates, es el prototipo de virago, que alimenta a su filósofo con lentejas mal cocinadas y le vacía el orinal sobre la cabeza. Pero, según dice Stephen Dedalus, no se la debe despreciar o maldecir, ya que Sócrates aprendió de ella el arte de la dialéctica, tal como aprendió de su comadrona madre a traer ideas al mundo. Los viajeros italianos han considerado siempre a Inglaterra un infierno para los caballos y un paraíso para las mujeres; así, quizá no sea tan sorprendente que la literatura inglesa esté llena de hembras dominantes.Una de las primeras aparece en una obra medieval sobre Noé y el diluvio. Llega la lluvia, se inunda la tierra, se embarca a los animales en el arca; Cam, Sem, Jafet y sus esposas se instalan en sus cabinas, pero la esposa de Noé se niega a embarcar. Insiste en seguir bebiendo cerveza con sus vecinas, un grupo de mujeres tan testarudas como ella, y no quiere aceptar que el diluvio sea algo más que un chaparrón temporal. Finalmente, Cam, Sem y Jafet la suben a bordo a rastras, pero le golpea a Noé con saña (o, tal como indicaban las direcciones de escena doctamente, dat alapam, le da un bofetón) y despliega todas las cualidades del mal genio inglés. Puede que no sea simple casualidad el que Noé descubriera el vicio de la bebida.

En Los cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer (tan terriblemente traducidos en la película del ya desaparecido Pasolini), la mujer de Bath es otra arpía típica, si bien con bastante encanto. Se ha casado varias veces y está claro que hasta en el acto sexual siempre ha sido la parte dominante. Relata una historia que plantea una pregunta freudiana: ¿qué desean las mujeres? La respuesta es bien sencilla, y Freud la hubiera sabido: las mujeres quieren dominar a los hombres.

Antes de Shakespeare apareció un número considerable de libros sobre arpías (Tom Tyler y su esposa, Johan Johan y otros ya hace tiempo olvidados). En estas obras, las mujeres eran incontrolables y había que dejarlas que mandaran, pero de cuando en cuando algún marido sacado de juicio le leía una lección de teología (sacada de las Epístolas de san Pablo) o le arreaba un golpe brutal. Esta última respuesta no era muy contundente, ya que la arpía podía sumar la crueldad de su marido a su larga letanía de injusticias. La originalidad de La fierecilla domada, de Shakespea re, reside en la provisión de una cura permanente contra el mal genio. Petruccio domestica a una hembra salvaje y la convierte en un modelo de sumisión racional no al ego masculino, sino a los principios del orden social.

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Catalina, su futura esposa, muestra todas las características más desagradables de la tradicional arpía. Se la presenta como italiana, pero es claramente inglesa, y se la llama Kate, aunque probablemente el mal genio esté por encima de nacionalidades. Es egocéntrica, irracional, destructiva, maleducada. Golpear a una mujer así sería dar pruebas de irritación, pero no le dejaría ver, digamos, filosóficamente las razones que la hacen tan detestable. Germaine Greer, decana de las feministas, hace la siguiente pregunta: ¿qué es lo que le atrae a Petruccio de ella? (aparte de su dote y de su ambición de casarse bien en Padua). Se nos dice que, por supuesto, es hermosa, y su perpetuo enfado debe aumentar su belleza, ensanchándole los ojos, dándole color a las mejillas, resaltando la animalidad que todos los hombres encuentran irresistible en una mujer. Greer opina que Petruccio ve en Catalina las cualidades de un caballo excelente, al que hay que domar y someter al jinete. Lo que ve en realidad, opinamos nosotros, son indicios de energía, de elocuencia, de sexualidad, que se están desperdiciando y pidiendo que el varón creativo los encauce por un canal positivo.

Se ha sugerido que Petruccio es un retrato del mismo Shakespeare, prototipo del varón creativo, y que se sometió al gobierno de una mujer mayor que él, teniendo que marcharse de casa para escaparse de ella. En Londres estaba libre de la señora Anne Shakespeare (Hattaways, de soltera), pero no lograba olvidarla. Aparece en sus obras en el papel de la Venus que intenta seducir a Adonis, la Cleopatra que esclaviza a Antonio; pero, sobre todo, como la Catalina, domada por Petruccio. La técnica de doma de Petruccio es magistral. Trata a su futura mujer exactamente igual que ésta trata a los demás. La priva de alimento, hace caso omiso de cortesías como la puntualidad; le impone la irracionalidad, haciéndole ver el sol como si fuera la luna y a un anciano como una hermosa joven. Ella acepta su irracionalidad para poder tener paz. Pero, al aceptarla, ve como en un espejo, grotescamente deformada, su propia imagen. No se somete a las amenazas o a los golpes del tirano. El cambio se produce en su interior. Simplemente se le ha enseñado a verse a sí misma. Y lo que ve es demasiado horrible para poder aceptarlo. Tiene que cambiar, y cambia.

No se trata, parece, claro, de una historia de dominación del macho, de los valores brutales de una sociedad patriarcal, a pesar de que las feministas vean en el parlamento final de Catalina, en el que explica su sumisión racional, los perfiles de un punto de vista masculino impuesto sobre el papel de la mujer en el matrimonio. Catalina les dice a las futuras esposas que les deben todo a los hombres, que son sus señores y amos: su seguridad, su bienestar físico, hasta su puesto en la sociedad, y que deben dar pruebas no de humildad, sino de cortesía. Es algo que parece razonable. Ni por un momento percibimos en el tono de Catalina (el mal genio transformado en elocuencia) el menor acento del esclavo gimoteante. La naturaleza de la sociedad isabelina está elegantemente enunciada. Pero es Catalina quien se lleva a Petruccio a la cama.

No siempre se ha entendido bien la obra de Shakespeare. En la versión musical de Hollywood titulada Kiss, me Kate (Bésame, Kate) aparece un domador anticuado que utiliza el puño y el látigo y no emplea en absoluto las brillantes técnicas pedagógicas del héroe de Shakespeare. En Shakespeare, Petruccio recibe golpes, pero jamás los devuelve. Emplea en todo momento los tonos de la dulce razón. Casi no alza la voz. Las versiones toscas de esta comedia retroceden hasta la farsa de bofetón de la esposa de Noé. La Inglaterra de la época posterior a Shakespeare ha desarrollado una visión demasiado simplista de la mujer para poder comprender la cortesía con la que había que tratar a la más arpía de las mujeres en el reino de la malhumorada Isabel I. Tan sólo en el siglo XX hemos visto a mujeres maltratadas físicamente en un escenario o en la pantalla.

La arpía, que no sería nunca más dominada, siguió apareciendo en la literatura inglesa posterior a Shakespeare, alcanzando el cenit del mal genio en un libro de Douglas Jerrold, Mrs. Caudle's Curtain Lectures, publicado en la época victoriana. El libro es una colección de piezas humorísticas publicadas semanalmente en la muy inglesa Punch, demostrando así que la mujer gruñona no podía ser ya tema para literatura superior; únicamente para esa literatura que atraía a una audiencia popular lo más amplia posible. Los escritores victorianos serios presentaban a la mujer como un ángel desprovisto de aparato sexual; únicamente los escritores cómicos de los semanarios se atrevían a vería como la mujer de Bath o como la esposa de Noé. Jamás se le oye a Mr. Caudle; se halla en cama, las cortinas cerradas, y su esposa se entrega a un inagotable monólogo de insultos. Finalmente, muere y Mr. Caudle vuelve a casarse sin hacer caso al epigrama del Dr. Johnson: "Los segundos matrimonios representan el triunfo de la esperanza sobre la experiencia". Inevitablemente, su nueva esposa tiene tan mal genio como la anterior. Las mujeres son lo que son, sean lo que sean.

Los movimientos de liberación de la mujer deben considerarse, principalmente, como la elevación del mal genio a categoría de virtud resplandeciente, contra la que los hombres blasfeman con gran peligro para ellos. Los hombres tienen que ser reprendidos, dentro o fuera de la cama, por marisabidillas como la profesora Marilyn French, que no ve en los hombres muchos puntos recomendables; a pesar de su incapacidad de aprender, hay que estar perpetuamente enseñándoles a los hombres. Pero puede que el silencio de los hombres, poco dispuestos, como Mr. Caudle, a dejarse provocar, esté produciendo un cambio en las feministas, forzando una moderación de tono, la concienciación de que los hombres son como son y que no hay Petruccia que les vaya a cambiar. El último libro de Betty Friedman parece sugerir (ante el escándolo de las feministas duras) que el odio al hombre ha ido demasiado lejos. Lo que necesitan las feministas duras es un resurgir del auténtico espíritu de Petruccio, dispuesto a demostrar que llamar cerdos a los hombres es una falta de cortesía, que la coquetería es cruel y que tanto hombres como mujeres deberían poder adaptarse a una norma común carente de agresividad. La fierecilla domada no ha impartido aún sus lecciones. Domar no es matar; es canalizar la energía malgastada o destructiva con fines creativos. Somos todos nosotros, hombres y mujeres, Catalinas aguardando la llegada salvadora de un amable Petruccio.

Anthony Burgess es ensayista y novelista británico. Autor, entre otros libros, de La naranja mecánica y Los poderes terrenales.

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