Jueces y ciudadanos
EL FUTURO Gobierno socialista deberá enfrentarse, en el ámbito de la Administración de justicia, con el abismo existente entre el diseño constitucional -digno del mayor elogio- del poder judicial y la realidad vivida -muchas veces padecida- por los ciudadanos en sus relaciones con los tribunales. Si uno de los compromisos de Felipe González durante su campaña electoral fue garantizar los derechos y las libertades, resulta lógico que una de las más fuertes expectativas sociales al comienzo de su gestión sea la reforma de las leyes procesales y sustantivas, la promulgación de disposiciones que desarrollen determinados mandatos constitucionales, la agilización de la pesada maquinaria judicial y las medidas para aliviar la situación de las cárceles.Frente al título VI de la Constitución, que esboza una ejemplar organización del poder judicial caracterizada por la gratuidad, la oralidad y la democratización, la experiencia cotidiana demuestra que nuestros tribunales no sólo no satisfacen esos avanzados objetivos, sino que incluso incumplen sus funciones como mero servicio público. El Consejo General del Poder Judicial, carente de autonomía financiera, ha resuelto en el plano formal el autogobierno de esa rama de la Administración del Estado, independiente del poder legislativo y del poder ejecutivo. La mentalidad conservadora de algunos sectores de la judicatura, que administra en nombre del Rey la justicia emanada del pueblo, tal y como establece la Constitución, no tiene por qué ser un obstáculo invencible para la correcta aplicación de las normas, ya que el sistema jurídico posee sus defensas frente a las desviaciones de quienes no sólo tienen que hacen guardar las leyes a los demás, sino que también deben guardarlas ellos mismos. Todavía más preocupante que la escasez de jueces y magistrados y la irracionalidad de las demarcaciones es la penuria e indigencia de las oficinas judiciales, organizadas para satisfacer las demandas de la España del siglo XIX, estranguladas por la falta de medios materiales y relacionadas con los ciudadanos a través de un sistema anacrónico de notificaciones, requerimíentos y citaciones que da lugar a frecuentes suspensiones de juicios y desesperantes tardanzas. La aplicación de la informática a la Administración de justicia y la utilización de medios de comunicación exterior semejantes a los de las empresas bancarias pueden constituir una revolución en nuestrás polvorientas oficinas judiciales.
Esa tarea exigirá importantes partidas presupuestarias y un esfuerzo sostenido a lo largo de toda la legislatura. Sería también demasiado pedir que el nuevo Código Penal, la ley orgánica del Poder Judicial o las leyes reformadas de enjuiciamiento civil y criminal fueran dictaminados en las Cortes Generales como proyectos totalmente originales o como drásticas revisiones de los anteriores textos en los míticos cien días posteriores a la investidura presidencial. Asimismo la desgraciada experiencia de la reforma parcial del Código de Justicia Militar de noviembre de 1980 haría aconsejable una refundición completa de su articulado que huyera de las improvisaciones y las prisas. Sin embargo, la duración de los trámites presupuestarios o legislativos no debería servir de excusa para demorar ni un solo día el comienzo de los trabajos preparatorios de unas reformas que la inmensa mayoría de los ciudadanos obligados a tener relaciones con la Administración de justicia consideran inaplazables. Un Código Penal adecuado a las necesidades de una sociedad industrial y a las exigencias de un régimen democrático debe ser objeto de un replanteamiento total que despenalice algunas conductas (y no pocos votantes socialistas esperan en este punto algo referido al consumo de drogas blandas o las variantes de aborto terapéutico), tipifique penalmente otros comportamientos hasta ahora impunes (como los llamados delitos económicos), sustituya las penas de privación de libertad de poca duración por otras sanciones y revise las correspondencias generales entre los delitos y las penas de un texto legal pensado para una España rural, un Estado autoritario y una sociedad atenazada por prejuicios en materia de costumbres.
Los ciudadanos recibirían como una prueba de la sinceridad de los propósitos reformadores del nuevo Gobierno algunas medidas urgentes que no necesitan aguardar a los nuevos códigos. Aunque la agobiante lentitud de la jurisdicción civil, provocada por demarcaciones irracionales e interminables procedimientos, no pueda ser desatascada de la noche a la mañana, una nueva ley concursal tal vez acabaría con el escándalo de las suspensiones de pagos y las quiebras que encubren, en ocasiones, conductas penales y perjudican los intereses de los trabajadores, proveedores y clientes de las empresas. En la jurisdicción penal, el hacinamiento de presos que aguardan la celebración del juicio podría ser aliviado inmediatamente a través de la elevación de las cuantías en los delitos de la propiedad, aunque sólo fuera para acompasarlas con la inflación; el establecimiento de un tope máximo para las prisiones provisionales, de forma que nadie tuviese que aguardar indefinidamente en la cárcel hasta el juicio oral, y un nuevo tratanúento de la reincidencia.
La rápida tramitación de algunas leyes pendientes de desarrollo constitucional, como las que regulan el hábeas corpus y la asistencia de abogado al detenido en las diligencias policiales y judiciales, puede ser igualmente acometida sin dilaciones por unas Cortes Generales con desahogada mayoría gubernamental. Tampoco la ley del Jurado, pieza básica para la democratización del poder judicial, necesita aguardar a la reforma global de los códigos para ser debatida y aprobada con urgencia. Aunque el programa del PSOE no se comprometió a la derogación de la ley Antiterrorista y de la llamada ley de Defensa de la Democracia, cabe esperar que la ;sistencia letrada al detenido y la vigilancia del ministerio fiscal acaben con el irregular -y posiblemente inconstitucional- aislamiento durante nueve días de las personas sometidas a la legislación excepcional. En lo que respecta a la Audiencia Nacional, caso de que el nuevo Gobiemo mantenga -contra lo que sería de desear- esa jurisdicción especializada, puede esperarse y debe exigirse al menos la posibilidad de que se recorten sus excesivas competencias -entre otras, los delitos de desacato en medios de comunicación- y su carácter prevalente en caso de conflicto con otros tribunales.
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