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Jesús de Nazareth

El cristianismo, a primera vista, deja indiferentes a casi todos, incluso a los creyentes; y aquellos que ya no lo son, prefieren que no se les aburra con historias de otro mundo. Quizás ello sea debido a la asociación con la obligatoriedad de nuestras lecturas infantiles o a un acercamiento a la muerte que nos desasosiega, pero lo cierto es que el mismo nombre de Jesús provoca un reflejo de impaciencia y hasta de molestia. Sin embargo es posible que Malraux tenga razón cuando pronostica, algo teatralmente, que el siglo XXI será religioso o no será. Porque sobre las librerías está cayendo últimamente un diluvio universal religioso que, en pura lógica, continuará e irá en aumento.Y el éxito popular del actual viaje del Papa por España, independientemente de otras causas extrarreligiosas, parece confirmarlo con rotundidad.Bien pasados los setenta años, al final del recorrido, Henri Guillemin, lector insaciable y escritor católico -aunque seguramente él preferiría que le llamásemos escritor que es, además, católico,- viene a aumentar ese diluvio con el libro L?affaire Jesus, palabra que ya empleó Peguy en Clio y que no sé si traducir como el "asunto", el "proceso" o el "negocio Jesús".

Las principales fuentes de información sobre la vida y la muerte de Jesús son los Evangelios. A los de Marcos, Mateo y Lucas se les llama sinópticos porque, en general, se parecen. El cuarto, el de Juan, es bastante diferente. Pero el conjunto de los cuatro forman los Evangelios canónicos, los reconocidos como auténticos por la comunidad cristiana que rechaza todos los demás, los apócrifos, por su exceso de cosas "maravillosas", es decir, de cosas inexplicables de manera natural, aunque la tradición popular haga caso omiso y mantenga leyendas tales como la presencia en Belén de un buey y un asno que, con su aliento, daban calor al recién nacido, y también los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar, que no figuran en ninguno de los cuatro Evangelios considerados auténticos.

Es cierto que hay diferencias sustanciosas entre esos cuatro. Guillemin nos las explica con detalle, advirtiéndonos que los exégetas católicos no intentan disimular los desacuerdos. También es verdad que una biografía de Jesús es científicamente imposible y que la de Renan es un modelo de lo que no debe hacerse. Proust se divertía con ella y le hacía el efecto de La bella Helena del Cristianismo, considerándola tan poco seria para acercarse a Jesús como la opereta de Offenbach para conocer los orígenes de la guerra de Troya. Otros han ido más lejos y han dudado hasta de la misma existencia de Jesús. Napoleón, en Santa Elena, afirmaba que Jesús jamás había existido y Zola imaginaba a Lázaro reprobando a Jesús que le hubiera resucitado. A ese Lázaro que, curiosamente, permanece mudo y no nos dice una palabra de su apasionante viaje de ida y vuelta al más allá. Pero quizás sea Rousseau el más justo cuando escribe que "los hechos de Sócrates, del que nadie duda, están menos atestiguados que los de Jesús". Y Guillemin, al que intento seguir aquí pese a la gran longitud de su zancada, cierra el debate afirmando que "si no todo es claro con respecto al Nazareno, infinidad de cosas sí lo son".

Su nacimiento en Belén no es una de ellas, ni tampoco sabemos con certeza si su ascendencia davídica lo es por María o por José, punto en el que Mateo y Lucas difieren. Si José no es el progenitor de Jesús, no se explica bien el interés que pueda tener el hecho de su pertenencia a la casa de David de la que debía proceder, por la carne, el Mesías. Existe, en cambio, una evidente rudeza en el trato de Jesús con su Madre. Cuando en Canán le advierte ella que no hay vino, le contesta Jesús, bruscamente, con la pregunta "¿que me quieres, mujer?. Y al decirle que su Madre y sus hermanos están fuera y le quieren hablar, afirma que su Madre y sus hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la practican. Otra vez, al gritarle una mujer "dichosas las entrañas que te llevaron", se apresura a contestar que "mas dichosos son los que escuchan la palabra de Dios y la obedecen".

¿Qué aspecto tendría Jesús?. Ningún rasgo peculiar debía distinguirle del común de los mortales, pues Judas tuvo que mostrarlo a los esbirros. Guillemin se aventura a afirmar que no era alto y que su voz debía ser muy fuerte ya que le oían, al aire libre, grandes muchedumbres. Lo que parece más seguro es que poseía un gran carisma, gustaba de emplear la paradoja y la hipérbole, y gozaba de un enorme sentido del humor. Hablar de la viga en el ojo propio cuando el vecino tiene la paja, es una exagerada broma de carpintero. En otra ocasión, sonriente y divertido les dice a Simón y Andrés que "si antes pescábais peces, ahora pescareis hombres". A Pedro le insta a perdonar no siete veces, sino setenta y siete. También es sensible a la provocación: habla de comer su carne y beber su sangre, lo que escandaliza pues se interpreta como una invitación al canibalismo.

Hombre, y verdadero hombre, tiene un discípulo preferido, excitando con ello los celos de los demás. Ese hombre de carne, "de una carne idéntica a nuestra carne", como escribió Mauriac, eligió la abstención sexual voluntaria. "Hay eunucos que lo son por la acción de los hombres y otros que se han hecho ellos mismos en vistas al reino de los cielos".

Jesús, si seguimos los textos sagrados, había acaparado un enjambre de odios. Los suyos le reprochaban haber comprometido a una familia honrada y bien considerada a la que había abandonado para ir por los caminos con una banda de mendigos, convirtiéndose en un vagabundo que vive del limosneo. Ese extraordinario marginado frecuenta aquellos a los que no se debe frecuentar. Fustiga a los hipócritas que "dicen" pero no "hacen", escandaliza a los beatos echándoles al rostro que las prostitutas entrarán en la casa de Dios antes que ellos; y denuncia también los beneficios de un clero que controla las operaciones bursátiles de los mercaderes del Templo, modesto antecedente del Banco Ambrosiano.

Será, pues, crucificado, que es el suplicio reservado a quienes provocan desórdenes. Siete mil cruces se habían plantado un siglo antes a lo largo y a lo ancho de la Via Appia para acoger los cuerpos de los soldados de Espartaco que pretendían la libertad y modificar, además, el reparto de la propiedad. La crucifixión es para los revolucionarios.

Guiguebert tiene razón: Jesús ha muerto, todos los discípulos le abandonan y huyen. Lo lógico sería que todo se acabara aquí, que todo terminará en un gran fracaso. Pues no. En pocos días esos discípulos humillados, vencidos y temerosos, se transfiguran. Una alegría violenta e inmensa les invade. Una gran felicidad sustituye aquella cobarde tristeza: Jesús ha resucitado. La Historia no puede asegurar con seguridad que Cristo resucitara, pero sí debe registrar como un hecho seguro -afirma Guillemin- que los discípulos de Jesús creyeron verle vivo después de haber presenciado su muerte.

"Creo -dijo Pascal- en los testigos que se dejan matar". Los mártires cristianos no prueban con certeza que su Cristo "venciera a la muerte", pero prueban que estaban absolutamente convencidos de que así había sido. Nadie se deja matar por sostener una impostura.

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