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El tiempo y la tempestad

Fernando Savater

En el cielo de Maracaibo, pegajoso y asfixiante de calor caribeño, permanece sin tregua un relámpago eterno. Por aquellas tierras llaman a este fenómeno atmosférico, de rareza casi metafísica, el rayo catacumbo, catatumbo o algo parecido. Ese fulgor celestial, símbolo en casi todas partes de lo visto y no visto, se reproduce allí sin cesar hasta alcanzar categoría de permanencia y de paisaje. Lo efímero se consagra en duración, el mensajero de la tormenta se rutiniza hasta el punto que su alarma pierde filo. Y todo ello sin que el relámpago deje de ser auténtico relámpago. La imaginación reflexiva ha hecho nacer los mitos más significativos de prodigios semejantes.Los días que vivimos en este país me han recordado el insólito rayo que no cesa de Maracaibo. Por un lado, el presagio ominoso de la tempestad se repite una y otra vez, hasta convertirse en presencia cotidiana y acabar embotando nuestra reacción de temor ante él; por otro lado, el cielo está asombrosa, profundamente despejado. Nunca lo había estado tanto, quizá en todo lo que llevamos de siglo. Se ha comprobado hasta qué punto, de las dos Españas del tópico y la sangre, una es mayor que otra; y también puede ver ya todo el que quiera ver que esas dos Españas (y tantas otras que se silencian o se marginan dentro de cada una de las dos mayores) pueden convivir enfrentadas y cooperar sin renunciar a sus perfiles ni a sus principios, siempre que se lo permitan los manipuladores violentos del dogmatismo que sólo saben medrar a costa de degollinas. Porque no es lo mismo votar masivamente a la izquierda democrática en Suecia o Inglaterra que aquí, cara a los relámpagos obstinados que siguen amenazando día tras día. Preferir el socialismo en España, por mitigado que sea inevitablemente su planteamiento por comparación a un ímpetu utópico que tampoco ahora debe perderse, es echarle bastante valor y alegría a la vida: y lo bonito es que no lo prefieren cuatro gatos, ni cuarenta. Grupúsculo lo será usted, señor mío. La mayoría en este país no es ni franquista ni derechista ni autoritaria, y se atreve a decirlo así, como suena, ante los rayos y truenos de los que amenazan con la inminente llegada de la autoridad competente. ¿Quién se atreve a decir que nada ha cambiado en este país? Sólo los que, por no saber hacer nada, agradecen como la mejor de las coartadas que se lo prohíban todo. ¿Quién dice que la izquierda era más izquierda y el café más café cuando Franco vivía? Sólo, los que se hubieran pasado otros cuarenta años conspirando in pectore contra él sin hacerle temblar un pelo de la calva o los masoquistas que se sentían dignificados por la celda de castigo y no consiguen reencontrar ahora dignidad semejante. Y los administradores de muertos, los fabricantes de excelentes cadáveres heroicos, los mataniños y tumbajóvenes de la milicia popular: puro guiñol sanguinario.

Sin embargo, el relámpago es el relámpago. Y la tormenta sigue pendiente, no sólo sobre nuestras cabezas, sino también dentro de cada uno de nosotros. A lo largo del tiempo -vivo, histórico- se debate la esencial inestabilidad atmosférica. Hay que aprender a vivir a la íntemperie y a cubrirse del chaparrón, como cada momento aconseje. No hay tiempo de¡ que los rayos y los truenos queden excluidos para siempre, no hay tiempo re-

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conciliado, pacificado de una vez por todas. El tiempo es la tempestad. Hace años señalaba Roger Caillois una gran verdad: "El orden establecido, sea cual fuere, no puede dar satisfacción a todos ni, en cada uno, a todo a la vez". La segunda parte de este dictamen es la más importante. Que los intereses de los ciudadanos son diversos (y que deben seguir siéndolo, aun cuando la lucha de clases se viera un día resuelta) es algo aceptado por todos los que consideran que el ideal de unanimidad política es siempre totalitario. Pero es que además cada uno somos muchos. El régimen que complace al amante de la justicia que hay en mí desagrada al aristócrata o al caprichoso que también soy; lo que tranquiliza mi gusto por el orden desafía mi afán de novedades y aventuras; soy a la vez timorato y osado, ordenancista y anárquico, conservador e iconoclasta, joven frente a unos y viejo para otros: lo mismo que elijo como bueno en ciertos aspectos irrita en mí al rebelde que soy contra mis propias decisiones, y despierta al chovinista fastidiado por mi cosmopolitismo o al fanático harto de mi edificante tolerancia. Siempre ha de ser así: ¿recuerdan esto los fabricantes de utopías? El sistema político debe ser abierto y plural no sólo porque hay tipos de hombres y de intereses distintos, sino porque cada hombre es distinto a sí mismo. La alternativa socialista salida felizmente de las últimas elecciones pronto dejará de ser un ideal y comenzará a sufrir los roces del tiempo tempestuoso, que volverá contra ella no sólo la inquina de sus enemigos, sino la impaciencia o la desazón de sus amigos. Lo cual será positivo, pues la mantendrá alerta y no la dejará dormirse en la autocomplacencia burocrática ni olvidar, demasiado pronto sus promesas (también la moderación puede llegar a ser inmoderada...); pero tendrá un efecto inquietante en el alma de cada uno de nuestros almarios, que quiere sentirse plenamente bien con el nuevo orden y padecerá de inmediato la menor zozobra -inevitable, ya lo hemos dicho, pues cada uno es Legión- como un fraude.

Lo que quiero decir aquí, empero, es que la apuesta vale realmente la pena. Pese a los relámpagos, pese a la perpetua tempestad, este tiempo que nos hemos ganado empieza a parecerse más a lo que uno cree merecer. No faltarán pronto motivos legítimos de descontento, pero hoy es preferible legitimar sin reservas nuestro contento mismo. Alguien meneará compasivamente la cabeza, reconveniéndome: "Negador, qué afirmaciones más grandes tienes... ¡Quién te ha visto y quién te ve!". Cierto amable señor de Ubeda, que me lee, aún más, que me estudia línea a línea con paciencia franciscana, suele atarearse en rebuscar antiguas frases o textos míos y,enviármelos cotejados con pronunciamientos posteriores. Releo frecuentemente con gusto mis opiniones de ayer y me alegro de haberlas sostenido, pero aún me alegro Más de ser capaz de tener luego otras, según me dicta mi tiempo y mi tempestad. Hay quien se toma tan en serio su no ser como otros su ser. Cara a estas elecciones y al compromiso con la izquierda política que algunos antipolíticos hemos suscrito, no faltan los que han agitado la vieja negación incontaminada. Lo que me aburre de ciertos negadores es lo mucho que se repiten; pero otros, aún peor, me repiten, intentando escribir ahora el artículo abstencionista que yo hubiera debido escribir... hace, cinco años. Bien está: prefiero que me repitan otros a repetirme yo. El tiempo y sus tempestades cada vez me han convencido más dé la oportunidad de aquella advertencia de Alejandro Herzen: "Contra los falsos dogmas, contra las creencias, por más delirantes que sean, no se puede combatir sólo con la negación, por sabia que sea. Decir no creáis es tan autoritario, y en el fondo tan absurdo como decir creed". A fin de cuentas, todo se reduce a que hay una negación que es creadora y fiel a la vida, mientras que otra se hipostasia en el odio a todo lo que se mueve o en la hipocresía de exhibir re pugnancias a cuya rentabilidad para componerse una figura no se es ajeno. Quizá no hace falta decir "no creáis" para combatir la más ciega de las creencias: basta con esperar, y aún más, basta con dedicarse a hacer. Es cierto que a veces el entusiasmo juega malas pasadas o parece un tanto indecoroso: lo exangüe queda siempre más distinguido, el abúlico o el estéril no tendrán dificultades en fingir perspicacia. Pero ahora quizá el,tiempo exige atreverse a otra cosa. "¿No ennoblece acaso una cierta superstición?", se preguntó un día el poeta René Char. Y dijo luego: "La masa de la aventura humana, hoy hecha añ¡cos y esta noche vuelta a soldar, pasa bajo nuestros crecidos puentes".

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