El derecho a la diferencia
Nuestro admirado Romeu se pasó al llamarnos en EL PAIS de hoy fascistas a los que no votamos este 28-O. Esta vez, además, muchos fuimos abstencionistas obligados: censados en Malpartida de Cáceres en 1981, nuestro empadronamiento en San Juan (Alicante) en 1982 nos deja sin poder votar ni allí ni aquí. Ni la rigidez del INE, ni la eficacia de los ayuntamientos (por cierto, los dos de mayoría UCD), ni las obligaciones de la ley de funcionarios son útiles como muro de lamentaciones; es más bien un hado que le mantiene a uno lejos del bullicio electoral. Lo curioso es que esta vez me lo estaba pensando: mi compa y yo, cenetistas de años clandestinos, ahora dedicados al cultivo privado de esa utopía llamada felicidad, discutíamos sobre los silencios más llamativos, los ecos y las voces de los programas: el campo, las olvidadas cooperativas, escuela y despensa que hasta Umbral quiere pura, el derecho a la pereza, las pirámides nucleares y el despilfarro armamentista, la tristeza de las cárceles-tumbas, el viejo orgullo del trabajo bien hecho, la esperanza de cada mañana... El culto de este país al certificado pudo con todo. Nos quedamos con los niños, enfermos, inundados, locos, galegos-tras-os-montes, emigrantes, pasotas, perplejos, reyes y anarquistas. ¿Argumentos para golpistas? ¿Derecho a la diferencia, a la tolerancia, a la incertidumbre? Ese cotidiano y entrañable recuadro de Romeu venía hoy con amarga ironía de burocracia. / .
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