La época del postín
Han aparecido de pronto, en la pequeña escena cultural chilena, numerosos trabajos históricos que tratan el tema de la primera mitad de este siglo y del parlamentarismo. Gonzalo Vial, Mario Góngora, Leopoldo Castedo, entre muchos otros, abordan el asunto en profundidad y en detalle, con diversos matices de osadía, talento, parcialidad, nostalgia. No se trata de la democracia parlamentaria del pasado inmediato, la que terminó el 11 de septiembre.Esta se basaba en un poder ejecutivo fuerte, que recuperaba, en alguna medida, las tradiciones republicanas del siglo pasado, y desapareció en pleno conflicto de poderes, cuando el Congreso pleno ya había proclamado formalmente la ruptura de los marcos institucionales. Culpar de todo a la CIA y a Richard Nixon ha sido una simplificación europea del problema.
Esta nueva historiografía estudia en profundidad el fenómeno del parlamentarismo, régimen de pretensiones inglesas, pero marcado por las componendas y por la llamada macuquería criolla, que se impuso en Chile después de la guerra civil de 1891. Se impuso por accidente, insinúa Mario Góngora en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, puesto que las batallas decisivas de Concón y Placilla pudo haberlas ganado el Gobierno de Balmaceda en lugar de la facción revolucionaria, formada por los principales caciques del Parlamento de entonces. En Concón, cuando los soldados revolucionarios cruzaban el río, los obuses de los camiones gubernamentales no explotaban. El general Orozimbo Barbosa, en lugar de replegarse y juntarse con el resto de las tropas, de acuerdo con las órdenes del presidente, dio la orden de atacar. No fue un acto de traición, sino de machismo muy hispánico. Barbosa pagó su desobediencia con la muerte, pocos días después, en los cerros de Placilla, situados detrás del puerto de Valparaíso. Al final de la batalla se refugió en una choza y se defendió como león, a pistola y espada limpia. Un jinete del bando congresista consiguió asomarse a la cabaña y atravesarlo de un lanzazo. El presidente Balmaceda se refugió en la Embajada argentina y se suicidó el día exacto en que cumplía el término de su mandato, el 19 de septiembre de 1981. Las cosas en Chile, para bien y para mal, suceden en septiembre.
Un lugar común de mi generación consistió en pensar que en Chile nunca pasaba nada. La generación de Salvador Allende, a pesar de la experiencia histórica cercana, parecía creer lo mismo.
Conocíamos poco, en verdad, de esos años trágicos y a la vez frívolos, que fueron determinantes de la fisonomía del Chile contemporáneo. Mucho más determinantes de lo que en general se piensa. Sin el antecedente de la guerra civil, seguida por la anarquía y por los escándalos de un remedo de parlamentarismo a la inglesa, es imposible comprender a dos personajes políticos fundamentales, dos nostálgicos, a su manera, del antiguo ejecutivo fuerte: Arturo Alessandri Palma, el caudillo civil, y Carlos Ibáñez, el militar. Del alero de Alessandri surgió Pedro Aguirre Cerda, futuro presidente del Frente Popular de 1938, y de Pedro Aguirre Cerda, Salvador Allende, joven ministro de Salud de su Gobierno. En los años finales de Allende intervino la influencia perturbadora, enteramente ajena al estilo político chileno, del castrismo. Ese elemento externo alteró todo el cuadro. Fue tan inoportuno como la audacia de don Orozimbo. Pero había, desde luego, otros factores, muchos otros factores. La nariz de Cleopatra no cambió el rumbo de la historia. No bastó para cambiar el rumbo de la historia.
Cuando ingresé en el Ministerio de Relaciones Exteriores, a mediados de la década de los cincuenta, todavía existían muchos diplomáticos surgidos del antiguo parlamentarismo, de lo que algunos llamaban la época del postín. Entré por concurso, debido a una cuestión de principios, rechazando ofertas que me habrían permitido colarme por la ventana, algunos funcionarios viejos, que habían iniciado su carrera en los tiempos de Sanfuentes o de Barros Luco, en los tiempos del laissez faire y de las rotativas ministeriales, se sorprendían mucho de que no hubiera entrado por empeño. En Europa, en una circunstancia típica de la profesión, después de un cambio de Gobierno, me tocó hacerme cargo en forma momentánea de una misión. Hacía la entrega un embajador de los años del postín. "¿Dónde está el archivo, señor embajador?". Respuesta: "No uso ese libro. ¿Para qué? Cuando tengo que numerar un oficio siempre le pongo un número muy alto, para que crean en Santiago que he trabajado mucho".
Era un caso extremo, pero había sobrevivido largas décadas bajo el paraguas ministerial (expresión suya). Cuando salía del paraguas, comía, me dijo, "el amargo caviar del exilio". Contaba que su familia había sido pobre y que él, en su adolescencia, se había puesto a cortejar a una prima, hija de un senador rico. El senador le había dado solución rápida al problema. Le había pedido al ministro de Relaciones de turno que lo nombrara secretario en una legación latinoamericana. Ése ministro había recibido al futuro diplomático en su despacho. Su frase de recepción había sido: "¡Con que pololeando a las primas". Era una forma de ingresar en la carrera en los años del parlamentarismo.
El viejo funcionario, conversador eximio, me confesó un día: "Soy hijo del empeño y nieto del cohecho". Del empeño de su tío senador; del cohecho, es decir, de la compra de votos que había permitido que éste llegara al Senado. Habría podido responderle que somos hijos de la República de los años cincuenta, del Frente Popular de 1938, de la constitución política de Alessandri, promulgada en 1925, y nietos del parlamentarismo. En todo ese cuadro, siempre tendimos a olvidarnos de Ibáñez, el caudillo militar, dictador al estilo de Primo de Rivera, con algunos elementos populistas, entre 1927 y 1931, y elegido presidente con una mayoría abrumadora en 1952. Ahora reparamos, aunque no nos guste, esa distracción en nuestra visión del pasado. No era verdad que en Chile nunca pasaba nada. Nunca fue verdad.
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