En el umbral
Ahora, cuando está a punto de concluir la campaña electoral, pienso en el efecto que me produjo aquel coloquio televisado -en el programa La clave- que le sirvió de pórtico. Un coloquio comentado entonces desde muchos ángulos de enfoque, sin que los comentarios incidieran, sin embargo, en aquello que, a mi entender, lo hacía verdaderamente notable. Escuchando el civilizado diálogo mantenido por los líderes de nuestra frágil democracia, pensaba yo en lo insólito -históricamente hablando- de ese mismo diálogo, y nuestra democracia me parecía sólida y firme. Viví la experiencia republicana: en 1936 -y en 1933- hubiera sido imposible soñar en nada parecido. Creo que la causa del caos final en que vino a hundirse -entre dos intolerancias excluyentes- el régimen democrático nacido en 1931 fue el planteamiento maximalista -insolidario- de las dos versiones desplegadas por aquél en su corto trayecto: la República de izquierdas y la República de derechas. Lo que había hecho eficaz y fructífera la seudo-democracia de Cánovas y Sagasta fue, precisamente, el compromiso de solidaridad aceptado por los dos partidos que la sustentaron: eso que ha venido llamándose el pacto de el Pardo. En 1931 se empezó por rechazar cualquier mínima apertura hacia los derrotados de la víspera: "No más abrazos de Vergara, no más pactos de El Pardo; no más transacciones con los enemigos de nuestros sentimientos y de nuestras ideas; si quieren hacer la guerra civil, que la hagan", proclamó insensatamente Alvaro Albornoz. En 1936, el presidente Azaña -en esta misma línea- registró su nivel más bajo como estadista con otra lamentable imprecación: "¿No queríais violencia? ¿No os molestaban las instituciones sociales de la República? Pues tomad violencia. Ateneos a las consecuencias". Un político e historiador notable, que vivió desde dentro aquella experiencia en las filas del cedismo, me comentaba que, pese a su buena disposición en el puesto clave a que le llevó la vida parlamentaria, Azaña jamás le había hecho el honor de dirigirle una mirada, de saludarle, de conocerle. Pero el propio Azaña pasó por idénticos rechazos de quien menos debía esperarlos. Es famosa la frase que le espetó Largo CaballeroPasa a la página 12
En el umbral
Viene de la página 11 cuando, ya embarcado éste en la desastrosa aventura revolucionaria de 1934, él quiso llamarle al orden. "Tiene que ser, y déjeme que le: diga, don Manuel, que ya comprometo bastante mi prestigio con sólo seguir hablando con usted". Más aún que en la insolidaridad, las relaciones entre los núcleos políticos de la segunda República se cifraron en la incomunicabilidad. El hecho se magnificó monstruosamente en el mismo Parlamento, después de los sucesos de octubre de 1934. Y no fueron las derechas precisamente las menos culpables a la hora (le crear el clima asfixiante que llevaría a la catástrofe. Nada menos que Cambó es quien nos recuerda en sus Dietari cómo los discursos de Gil Robles "removían (siempre) los sentimientos belicosos de sus partidarios y les hacían estallar en un aplauso frenético y un grito de ira y de venganza, mientras sus adversarios se alzaban airados recogiendo el reto y devolviendo con mayor ira aún las amenazas". Y concluye Cambó: "Aquellos éxitos de Gil Robles iban preparando el clima de la guerra civil. Después de cada uno de sus discursos, el abismo que separaba a derechas e izquierdas se ahondaba un poco más". Cierto que en 193 1, en 1936, no existía la televisión: ¡cuán positivo hubiera sido un coloquio como el de La clave en vísperas de las elecciones de febrero!
La campaña electoral de hoy ha ido perfilando aristas, ha ido diferenciando la verdadera imagen de cada cual, al correr de días y de discursos; pero manteniendo siempre -o casi siempre- el tono civilizado del punto de arranque. Sin duda, Felipe González está en los antípodas de Largo Caballero, y Fraga, con todos sus excesos verbales (torrentera en la que siepmre acaba perdiéndose), lucha a su manera por conducir a las hirsutas derechas españolas hacia la aceptación de la legalidad democrática.
A mí me ha parecido en todo momento ejemplar la campaña socialista; o, mejor dicho, la campaña de Felipe. Si yo tuviera que valorar la calidad de estadista de Felipe González, aludiría a su moderación. Hace años, cuando sostuvo gallardamente su actitud antimarxista en el 282 Congreso del partido ("tampoco puede el socialismo asumir a Marx como un valor absoluto que marca la línea divisoria entre lo verdadero y lo falso, entre lo justo y lo injusto"), ya lo subrayé, trayendo a colación un texto admirable de Azaña (un texto de La velada en Benicarló, suprimido, por cierto, en su adaptación teatral): "Habla usted del moderantismo dando al vocablo una significación baja, despectiva, como si la moderación fuese mero empirismo que recorta por timidez las alas de la novedad. No es eso. La moderación, la cordura, la prudencia de que yo hablo, estrictamente razonables, se fundan en el conocimiento de la realidad, es decir, en la exactitud... ".
Pero Felipe González no es sólo la moderación: es la vitalidad sana, es la capacidad para presentarse como aval de la utopía. Quizá aquí resida la secreta o profunda razón de su éxito: en que acierta a aunar realismo -moderación- y utopía -desmesura-. Sin utopías no se hubiera avanzado en la historia. El problema está en que aquel que enarbola la bandera utópica crea firmemente en ella, y Felipe impresiona también por su sinceridad, por su coloquial y sencilla manera de comunicar la ilusión realizable. Y por su afán de tranquilizar al adversario. Sólo en algún momento ha perdido las buenas maneras; precisamente al calificar a Carrillo. Y el hecho se comprende, dados los inútiles esfuerzos del viejo secretario del PCE para restar espacio al PSOE desde la pantalla eurocomunista.
Por el contrario, Fraga ha ido perdiendo moderación a medida que avanza en su campaña. Pienso que este hombre, revestido, con el atuendo de conservador liberal, acaba siempre desprendiéndose de esa apariencia, apenas lograda, para descubrirnos su verdadera vocación: la vocación autoritaria. Dos veces le he oído en mítines televisados; las dos veces me dejó estupefacto. En la primera soltó nada menos que esto: "Y ahora se nos propone el cambio. ¡El cambio ya se hizo! Y ¿para qué sirvió? Para que si antes no había terrorismo, ahora tengamos terroristas; para que si antes no había paro, ahora haya parados". (Fraga no es un estúpido, debe tener conciencia de que sus palabras se resumían en pura demagogia. ¿Hay que entender que repudia el cambio ya realizado, el cambio político, del franquismo a la democracia?) La segunda vez que oí al jefe de Alianza Popular, sus palabras eran una indignada imprecación contra el consenso: "El consenso", decía, "es debilidad, es entreguismo..., y en algunos casos, alta traición". (¡Alta traición el diálogo constructivo contrapuesto a la guerra civil! La sombra de don Alvaro Albornoz no debía de andar muy lejos ... ) Creo que Fraga acaba por perder la noción de lo que dice cuando se embala. Pero resulta sumamente inquietante pensar que sus extralimitaciones parecen meditadas a la medida de un sector del electorado que ha venido a engrosar, pelígrosamente, los votos favorables a AP: el sector que abandona, oportunistamente, las filas de Fuerza Nueva para pasar luego la factura a la gran derecha. Esas mismas extralimitaciones, esa desmesura tan grata a los ultras resultan, en definitiva, una eficacísima contribución a las razones del centrismo, o, mejor dicho, a la razón de ser del centrismo.
Creo que también ha sido buena la campaña de Landelino Lavilla; y el fraguismo desatado le da, como acabo de indicar, los mejores argumentos. Sino que a don Landelino le falta el ángel de Felipe González; le falta la capacidad para ilusionar. Y, por otra parte, su defensa de ]a política centrista es una defensa de Suárez, cuando Suárez no está ya en UCD. Don Adolfo se ha colocado, por su parte, en cuanto al tono y la sencillez, en el mismo ámbito moderado en que se afirma como estadista el líder del PSOE. Su campaña ha sido ejemplar: desde la voluntad de partir de cero a la humildad con que ha asumido sus errores, pero también sus aciertos, en los días críticos de la transición que ahora se cierra. De una de sus intervenciones mitinescas he recogido, asimismo, una frase excelente. Alguien le preguntó groseramente qué habíamos sacado de positivo de su etapa de gobierno. "Entre otras cosas", contestó, "la posibilidad de que pueda usted hablarme, con absoluta libertad, de la forma que ahora lo está haciendo".
Sí, pese a la tónica civilizada y contenida de la campaña, creo que el español indeciso tiene ya elementos de juicio suficientes para acertar a discernir su voto en el próximo 28 de octubre. En todo caso, como ha dicho Areilza, "si las elecciones del próximo jueves se celebran con normalidad, se confirmará que los mecanismos de las instituciones democráticas funcionarí". Sin proponerse completar esta idea, Julián Marías ha escrito: "Las únicas elecciones malas, son las últimas, aquéllas después de las cuales ya no hay otras".
En cualquier caso, ésta puede ser la piedra de toque de nuestra joven democracia.
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