La naturaleza de los políticos
Romeu les confunde con proxenetas; un novelista afirma por televisión que son los únicos que viven del cuento; unos opinan que son todos iguales, cuando no que son delincuentes; se les acusa de cínicos, de hipócritas, de mentirosos, de demagogos, de embaucadores, de aprovechados, de vagos, de carecer de escrúpulos, de desconocer los más elementales criterios éticos, de corruptos, de arribistas, de egoístas, de ignorantes; se hacen chistes malos sobre su profesión, según los cuales, es tan perversa que con su solo maridaje convierte a una madre en suegra. Dicen que viven a costa del pueblo, que dilapidan el erario público, que instrumentalizan el poder a su servicio e intereses.Aseguran que no se detienen ante nada, que roban y matan si es preciso, que traicionan a sus amigos, que culminan componendas indecorosas con sus enemigos, que son una carga para la sociedad, que son masones, o mafiosos o del Opus; que, en suma, son los más incisivos depredadores y ponen en peligro la felicidad de la especie sobre el planeta. Ellos son, señoras y señores, los políticos.
Y su profesión, como tal, aún es peor. Si un estudiante se licencia en Medicina, es médico; si termina Arquitectura, arquitecto, y si Biológicas, biólogo. Pero si se le ocurre acabar Ciencias Políticas, es un licenciado en Ciencias Políticas. ¿Quién va a tener la desfachatez de andar por ahí diciendo que es, profesionalmente, político? Sobre todo cuando la mayoría de los políticos son abogados, economistas o ingenieros.
Y sin embargo, pocas palabras encierran un contenido tan noble. La Real Academia Española define a la política como "el arte de gobernar y dar leyes y reglamentos para mantener la tranquilidad y la seguridad públicas y conservar el orden y buenas costumbres", y al político, como "aquel versado en las cosas del gobierno y negocios del Estado", además de ser sinónimo de "cortés, urbano, atento, fino y afable". Claro es que otra acepción le define como "afiliado a un partido político" y "el que interviene en las luchas, intrigas y manejos de esos partidos". Pero cuando se trata de definir peyorativamente a un político, el diccionario utiliza otra palabra: políticastro, esto es, "el político inepto o de ruines propósitos".
¿Qué han hecho los políticos para merecer tal trato? "¿Qué delito cometí contra vosotros naciendo?", diría Segismundo, que además no entendía una palabra de política y era más infeliz que un cubo. La verdad es que, durante cuarenta años, el régimen anterior se encargó de adoctrinar para que se odiara a la política y a los políticos, pero por el éxito que tuvo en otros mensajes no parece probable que con éste acertara. Y sin embargo, a nivel popular no gozan de ningún prestigio. Si cuando a uno le preguntan que a qué se dedica contesta que a la política, se le pone cara de subsecretario tanto al que pregunta como al que responde. Y luego da un codazo a la mujer, según se aleja, y comenta en un susurro: "Este sí que se lo ha montado bien: no da ni golpe".
Maquiavelo, que en el fondo era un genio, ha pasado a la historia como un auténtico golfo, y todo por su habilidad para sacar la mayor utilidad posible del arte de la política, por caminos a veces rebuscados, pero siempre menos recónditos que los ajedrecísticos, que además es el juego rey de los perfectos caballeros. Maquiavelo era diabólico por ingeniar eficacia, y Keynes, un sabio por salvar el capitalismo. Decididamente, este mundo es injusto.
Porque ni la política es mala ni los políticos malhechores. Un político es, se quiera, o no, un ser altruista que cambia. su tranquilidad, su familia y su libertad por un trabajo poco remunerado y la satisfacción del deber cumplido, si es que lo cumple. Un diputado gana bastante menos que un funcionario con jefatura de servicio, y poco más que un capitán del Ejército. Y a cambio de 120.000 pesetas al mes, debe asistir a los plenos, participar en las comisiones, elaborar y discutir proyectos de leyes, estar informado de todo -absolutamente todo- lo que pasa en su país y en el mundo y, además, comer siempre fuera de casa. Y cuanto más alto sea el cargo, más tarde regresa al hogar. Además se le mira con recelo cuanto hace, apenas se le reconocen los éxitos y, se le fustiga por sus errores. Si ocupa un alto cargo, trabaja dieciocho horas al día esperando al motorista con el cele bajo el brazo. Haga lo que haga, un sector u otro va a criticarle. Necesita, en fin, piel de paquidermo y caparazón de tortuga para no sucumbir.
Y entonces, ¿por qué se dedican a la política? ¿Por el poder? ¿Y qué es y hasta dónde llega el poder? Sólo hay dos respuestas: o porque son tontos o porque desean servir a su país.
A mí me extraña tanto tonto con buenos expedientes profesionales y personales. Más bien creo que es el deseo de servir al país, con una aspiración íntima que en realidad les impulsa: la inmortalidad.
Si el túnel del tiempo les descubriera que dentro de doscientos años no iban a tener una calle, un busto o una cita en un libro, la clase política se quedaría en cuadro. Y la recaudación de las quinielas aumentaría notablemente.
Confiar en los políticos es empezar a caminar. No son, como niños, locos bajitos, sino seres que han hecho de su profesión una tarea social. Políticos han sido Felipe II, Julio César, Hitler, Viriato, Lenin, Abderramán III, Eisenhower, Allende, Sagasta, Napoleón, Garibaldi y Felipe González. ¿Son todos iguales? Lo que ocurre es que unos nos gustan y otros no, pero eso pasa también con los músicos, los cocineros y los vecinos. Unos han hecho el bien, otros el mal, pero todos, absolutamente todos, nos han enseñado algo: que nosotros también, todos nosotros, somos políticos. El mero hecho de criticarles es una función política. La única diferencia es que ellos son profesionales. Dignifiquemos, pues, su profesión, y nos dignificaremos también un poco nosotros mismos. Porque, en última instancia, como tampoco van a desaparecer...
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.