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¿Quien ganó?

El asesinato del general Dalla Chiesa -con su mujer y un escolta-, que, como se sabe, fue consumado por unos mafiosos, marca el epílogo de una de las fases más dramáticas para Italia. Presumo que el cruento episodio señala el comienzo de una etapa cargada de riesgos para los demócratas italianos. Quizá por algún tiempo, ahora las reglas dialécticas serán sometidas a las opciones blanco-negro, lo que entraña un gran peligro, pues la simplíficación bloquea el cerebro y enerva el libre juego de las ideas.Ignoro cuántos destrabalenguas en forma de siglas terroristas existen en Italia. Supongo que muchas y sé que se trata de núcleos que no piden permiso a la ley para actuar, sino que intentan imponer sus condiciones a la brava. Algunos redomados nazifascistas, adoradores del negro y el pardo, panteras blancas, dicen luchar contra las proscripciones, y lo único que han conseguido -es agigantar el número de proscriptos. Son gente que todavía no ha comprendido que la rebelión o la revolución no es salir- a apalear personas o a matarlas.

Cualquier proceso de índole intelectual puede ser mucho más rebelde o revolucionario que el asesinato y es, incluso, más efectivo para los fines que se pretenden.

El asombro doloroso que hoy invade a los italianos hay que rastrearlo en lo sucedido hace algo más de diez años. Fue, quizá, tan sólo una muestra, pero caló hasta el hueso: la imprudencia del Gobierno italiano al tomar como test nacional unas simples elecciones municipales, llevadas a cabo el 13 de junio de 1971 las transformó en un boomerang que, al aterrizar sobre la frágil superficie de la coalición gubernamental, provocó una nueva crisis, pero esta vez de distinto signo. Sucedió que el exceso de confianza condujo al triunfalismo no sólo al jefe del Gobierno -Emilio Colombo-, sino también a los líderes aliados en el gabinete: democristianos, socialistas, socialdemócratas y republicanos. Aunque otros analistas creen que el test de las municipales era inevitable, ya que Colombo, a la condición precaria en que había formado Gobierno unía la escasa convicción de sus integrantes, tan sólo de acuerdo en frenar la cri.sis a cualquier precio.

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El gran vencedor de la encuesta electoral de 15171 fue el neofascismo, que en las urnas sicilianas, tradicional baluarte de la extrema derecha, logró situarse en el tercer puesto de los partidos locales, aunque el éxito de quienes daban extraños vivas al Duce no tuviera la magnitúd que le asignaron, por intención o por error, las agencias internacionales.

En los grandes cuerpos electorales italianos las relaciones de fuerza no tuvieron excesivas variantes. Hubo, eso sí, un curioso cambio en la derecha: los mussolinianos lograron votos en la misma proporción en que los habían perdido sus compañeros de franja, equivocadamente anexionados al Partido Liberal. En el país, en la suma total de papeletas, la realidad es que hubo muy pocos cambios. La coalición gubernamental de Colombo perdió apenas un 0,3% de los votos y la izquierda bajó el 1,6%. Nada como para ponerse a dar gritos.

Como factor deflacionario en la magnitud del éxito de Almirante y sus misinos, es preciso constatar una circunstancia de singular importancia. La elección del 13 de juriío de 1971 abarcó grandes núcleos, como Roma y Génova, pero también las urnas hablaron en centros secundarios, como Bari o Fogia, y en la superespecial Sicilia, fortaleza inmemorial de cualquier ré gimen autoritario, incluido el del palo y ricino, inventado por Benito Mussolini.

En el bunker siciliano, la verdad sea dicha, el trago no fue demasiado amargo para la coalición gubernamental. Sobre un total de noventa escaños de la Asamblea Regional, la coalición pasó desde 50 hasta 48, y los neofascistas de Almirante subieron desde siete hasta quince escaños. La pregunta parece obvia: ¿cómo es posible que una leve derrota -¡el 0,3% en toda Italia!- alterara tanto las relaciones de los cuatro partidos gubernamentales? La respuesta, muy oportuna ahora para la ciudada-

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nía española, es mucho más compleja que el mero resultado de las urnas. La contestación al interrogante debe circunscribirse no sólo a la vehemencia latina que nos afecta a quienes hemos nacido junto al Mediterráneo, sino. también a los profundos' malestares internos de la gente que giraba aIrededor de Colombol, malestar no sólo perceptible, sino manifestado a grito pelado en el Parlamento.

Lo que se discutía, por lo menos para la mayoría de los italianos, no era el impulso logra do por Giorgio Almirante, ni menos todavía la proyección de su- movimiento Social Italiano. Se trataba de que la democracia cristiana estaba sintiendo el paso de los años en el poder -veintiséis en 1971- y no se puede estar en el ojo del huracán durante tanto tiempo sin encontrar las necesarias fórmulas rejuvenecedoras. El invento había dado buenos resultados, pero tan sólo en la superficie. Aun estando divididos, los componentes del PDC iban no tando cómo, a cada edección general, militantes y seguidores iban optando por partidos si tuados más a la izquierda; en especial, hacia el socialismo. Para complicar el -panorama, la llegada a las urnas de una ju ventud, sanamente radical co meñzó a imprimir mayor com batividad a los gremios. Los grupúsculos de coloratura mar xista, peleándose a muerte en tre ellos,todavía tenían cuatro o cinco horas al día para estimular las exigencias estudiantiles y obreras hasta unos límites imposibles. El éxito, muy parcial, de la ultraderecha fue recogido en tres zonas muy definidas de votantes: nostálgicos mayores de cincuenta años, que aún están soñando con las payasadas de Mussolini; ciertos contingentes de la clase media seducidos por la consigna ley y orden, que desean para su uso exclusivo. Y, finalmente, beatos más papistas aún que el Papa.

Esa famosa elección se asemeja a un negocio faústico montado para hallar la piedra filosofal política. Lo que se pretendía, digámoslo claramente, era atemperar las posiciones del poderoso Partido Comunista (dos de cada diez italianos en 1971), para así poder ladear a los. socialistas (uno de cada diez italianos) y forzar una nueva coalición. El capital de la democracia cristiana no era despreciable, ya que tres de cada diez italianos seguían sus con signas., La posibilidad fracasó, -pienso que -no por casualidad-, y hoy todavía hay gente que se pregunta en Italia, recór dando aquellas elecciones: ¿ha brá triunfado alguien? Miro la fotografía del asesinado gene ral Della Chiesa y pienso que nadie ha ganado, que todos he mos perdido. Y lamento que nos cueste tanto aprender. Por que, también aquí, hay un peli groso ejército, de nostáigicos, beatos y privilegiados que pre tenden, esta vez, que gane el golpismo sin necesidad de gol pe. Con los votos de la nostalgia, del miedo, del odio y de la cólera.

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