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Tribuna
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La derrota de la OLP

Probablemente vaya a chocar. Quizá incluso escandalizar. Pero he de decir que, en conjunto, la derrota militar de la OLP me ha procurado cierto placer. Y que todos aquellos quienes, en Francia y en otros países, han querido hasta el último momento salvarla políticamente, para mí han perdido muchos puntos. He de decir también que no acabo de entender sobre todo en virtud de qué extraño y perverso malentendido esta mañana, una vez más, algunos persisten en presentar como héroes, víctimas, mártires incluso, a los combatientes que evacuaron Beirut.Al decir esto pienso, en primer lugar, en el pueblo de Israel, cuyos amigos en el mundo deberían alegrarse al verle librado por fin de una organización que, en el mismo momento de su salida, decía a quien quería oírlo que "todos los caminos conducen a Jerusalén".

Pienso también en el desgraciado Líbano, el verdadero olvidado del drama, que un ejército de ocupación no ha dejado de saquear desde hace años. De bombardear. De arrasar. Incluso organizando, aquí y allá, por la zona de Damour y en otras partes, auténticos pequeños Oradour.

Más allá de Líbano, de Israel, del Próximo Oriente, me resulta un tanto raro que se derramen tantas lágrimas por la suerte de una organización cuyas principales vanaglorias no dejaban de ser, hasta la fecha, la masacre de los atletas de Munich. Centenares de asesinatos civiles repartidos en los cinco continentes. Unos cuarenta secuestros aéreos cometidos desde hace diez años. Y que desde Amberes hasta Copernic o hasta la acción de las Brigadas Rojas se ha visto periódicamente implicada en la mayoría de los grandes asuntos de terrorismo internacional.

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Mejor aún, y de manera más general, me parece que a unos hombres que en su día aprobaron la normalización checa; que desde entonces han aplaudido el golpe de Estado de Jaruzelski en Polonia; que acogieron con júbilo en Afganistán, país musulmán si los hay, la intervención de las tropas y de los carros soviéticos; que por doquier y siempre, en todos los frentes candentes de la geopolítica contemporánea, no han dejado de acatar la política del Kremlin, me parece que a estos hombres difícilmente se les puede considerar, se diga lo que se diga, como pobres víctimas inocentes, sino que pertenecen literalmente y como miembros de pleno derecho a lo que sólo cabe llamar la internacional de los verdugos.

Y, finalmente, afirmo por encima de todo que su ruina, su fracaso, la humillación de sus jefes y el descrédito de su línea no puede ser más que una bendición, a plazo, para la otra parte del conflicto. Aquella misma a la que con toda su arrogancia pretendían representar. Ese pobre pueblo de sombras y de desarraigados cuya causa robaban. En una palabra, que mido: el mismo pueblo palestino.

Porque esto es lo esencial.

Creo que, efectivamente, ya es hora de que se reconozca la parte que le corresponde a una organización llamada de liberación de Palestina en el desastre de hoy en día. Afirmo que al obstinarse, desde el año de su creación, en su loca negación, denegación, rechazo de Israel y de la realidad, quizá le hacía el juego a Moscú, pero ciertamente no a Hebrón, a Nablus, a Jericó.

Digo, repito que Yasir Arafat, el hombre de la sonrisa beatífica, vagando entre los escombros de su bunker, canturriando su ridículo perfume de paraíso y parapetándose en su camino detrás de los cuerpos de los pueblos prometidos al sacrificio merece un lugar en la cohorte, tan larga ya, de los asesinos de palestinos.

Ultimamente, cuando pretendió reconocer el Estado hebreo, firmando un pobre papelucho que le presentaba un portavoz norteamericano, es posible que haya cometido el error fatal de su carrera. Aquel que no podía dejar de colmar la exasperación de una nación que posee una historia varias veces milenaria, el que venía a rematar y casi a precipitar dieciocho años de odio, de desprecio, de pura y simple ceguera política e histórica.

Cabeza de puente

Dicho error ¿lo cometió por iniciativa propia o fue empujado por todos aquellos quienes desde lejos le animaban a la astucia; le felicitaban, como Breznev, por su valor heroico; le apoyaban, como los diplomáticos franceses, en su ilusión de un margen de maniobra que ya no tenía desde hacía tiempo; le repetían, como nuestros intelectuales, que el Estado judío no era más que una cabeza de puente de Norteamérica, vendida al imperialismo y, por tanto, al oscuro senador McKloskey, o incluso le aconsejaban, como Gadafi, que al menos iba al grano, que se suicidara?

Mucho me temo que la responsabilidad haya sido ampliamente compartida. Todos juntos, poco a poco, cínicamente, abrieron la fosa. A todos ellos les tocará el día de mañana rendir cuentas a las masas, a las generaciones de gentes sencillas llevadas al fracaso. En este sentido, quizá más que al pueblo judío, habrá que pedirle perdón, como decía Beguin, a este pueblo palestino abierta y metódicamente traicionado por los padrinos, quienes, desde lejos, pretendían llevar su bandera.

A menos que... Sí, a menos que el tiempo, como a veces ocurre, le guarde a ese pueblo traicionado una de aquellas sorpresas que a veces forja. Ya que no resulta del todo impensable que las horrorosas matanzas de las últimas semanas tengan por consecuencia última el despertar en Gaza, en Judea, en Samaría a muchedumbres de hombres y mujeres, quienes, desde hace años y años, opinaban de distinta manera.

Sé que allí viven -bajo ocupación israelí, claro está, pero por eso mismo en contacto con el único Estado democrático de la región- innumerables militantes que han acabado por comprender que su sueño sólo será posible el día en que se libre de verdad de la pesadilla totalitaria de sus actuales dirigentes.

Allí presiento, conozco a nacionalistas auténticos, tan exigentes e incorruptibles como el que más, quienes también brincaban bajo el yugo arafatiano; quienes infinitamente cansados de tantos engaños están dispuestos a reconocer, de hecho y en la realidad, la existencia del partenaire israelí, y quienes saben, por ello, que el cielo está más alto ya, el horizonte más despejado y el teatro vacío, por fin, para que ellos, sí así lo desean, puedan representar por sí solos el último acto de la noche.

A estos hombres y a estas mujeres, yo, gustosamente, junto con Clara Halter, propondría llamarles Los palestinos del silencio (*) si no estuvieran precisamente rompiendo ese silencio, asumiendo por su propia cuenta el honor de su propia voz, amplificando un murmullo hasta ahora prohibido y aterrorizado él también y convidándonos a todos aquí -intelectuales franceses progresistas y de izquierda- a oír, a retransmitir, a apoyar una palabra que, por primera vez, podría dar una oportunidad a su protesta.

¿Lo haremos? ¿Oiremos el llamamiento? ¿O, por el contrario, tendremos que persistir en las ilusiones de antaño? ¿Tendremos que agarrarnos, pase lo que pase, al dilema de Sharon o de Arafat? ¿Tendremos que rumiar nuestros viejos sofismas sobre la imposibilidad de las terceras vías y escuchar, por mucho tiempo todavía, el horrible clamor de aquellos que van por doquier perorando que la noble y santa historia no ofrece otra alternativa sino salvar a la OLP?

Personalmente, soy de los que nunca hemos creído que fuera nuestro deber inscribirse servilmente en las alternativas que, dicen, ofrece la historia. Y por esta razón, de todo corazón y con toda mi alma, pongo mis esperanzas en un movimiento resucitado que, emergiendo de las ruinas y de la amargura del tiempo presente, sabrá devolver honor, dignidad a los que, por lo que a mí respecta, ya no temeré llamar la nación palestina.

Bernard-Henri Lévy es uno de los integrantes del movimiento de los nuevos filósofos. * Es el título de un libro, premonitorio, publicado en 1973 por Ediciones Belfond.

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