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La catástrofe áerea de Málaga

Tragedia y alegría tras la catástrofe aérea de Málaga

Confusión grande en el aeropuerto de Málaga. Familiares de las víctimas del accidente sufrido por el DC-10 de la compañía Spantax, periodistas, gente que lleva muchas horas sin dormir, guardias y curiosos. Una chica joven que, con ojos que ya no pueden llorar más, muestra interrogante la foto de una de las azafatas que iba en el aparato siniestrado. Unos pilotos fuman el último pitillo antes de iniciar su vuelo. Y allí, en medio de los corros, un niño de seis años, Gerardo Terry, de raza negra, que juega al fútbol, Pelé pequeñito, con una pelota que alguien le acaba de comprar.

-Chico, ¿hablas español?-Sí.

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Y se ríe y sale corriendo detrás de la pelota, porque, por culpa del informador, el toque le ha salido desviado.

Gerardo Terry es español, de padre cubano y de madre española. Tiene seis años y ya no tiene madre. La última vez que la vio iba sentada jugando junto a él en el avión.

Sigue jugando al fútbol, él solo. Un guardia, que sabe de su tragedia, le mira con ojos emocionados. Hay un momento en que el regate al guardia es casi perfecto. Por allí anda una tía de Gerardo, que vino anoche desde Madrid, que protege al niño y que intenta, sin éxito, que deje de jugar, aunque sabe que nadie le va a reñir porque hoy, un día después del accidente, corra por el aeropuerto persiguiendo un balón.

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-El niño no sabe aún nada. A cada momento me pregunta que cuándo va a venir su mamá, que ya está tardando mucho.

Por la tarde, Gerardo Terry, cansado de jugar y de preguntar cuándo iba a venir su mamá, sin que nadie fuera capaz de decírselo con exactitud, se quedó dormido en un banco, con la cabeza apoyada en la falda de su tía, la cual, de cuando en cuando, como distraídamente, le acariciaba los rizos diminutos y negrísimos.

Nadie sabe cómo Gerardo Terry pudo escapar del avión y cómo su madre no consiguió hacerlo, aunque no es dificil imaginarlo, porque forzosamente tuvo que ser así: ella salvó al niño y luego ya era tarde cuando intentó salir. Murió, sí; pero se llevó la alegría de que Gerardo podría jugar al día siguiente al fútbol en el aeropuerto por entre las piernas de un guardia que se esforzaba en que la emoción que sentía no asomara a su cara.

Encuentro de un matrimonio

A las diez de la noche del lunes, en uno de los salones del hotel Riviera, donde habían sido alojados muchos de los supervivientes del avión, un grupo de ciudadanos norteamericanos comentaba por enésima vez la tragedia que habían vivido por la mañana. Había entre ellos una señora de unos cincuenta años, la señora Bellero, a la que no era fácil consolar. Desde el momento en que el avión se había convertido en una bola de fuego, nada sabía del paradero de su marido, que iba sentado junto a ella. Había estado durante muchas horas haciendo miles de gestiones, sin resultado positivo. Nada sabían de su marido ni en el aeropuerto, ni en los hospitales, ni en los hoteles que albergaban a los supervivientes.

A la misma hora, el señor Bellero, muy cansado físicamente y deshecho por completo, intentaba, una vez más, en el aeropuerto saber si su mujer estaba entre los supervivientes. Desde que salió del avión, sólo tenía una idea en la cabeza: encontrar a su esposa. Estuvo en todas partes, preguntó a todo el mundo. Nadie sabía nada. Su última gestión en el aeropuerto tampoco dio resultado positivo. Le dijeron que si había estado en los hoteles. ¿En el Riviera también? ¿En el Riviera? Era una nueva posibilidad.

A las 22.30 horas, el señor Bellero entró en el hotel. Nada más llegar a recepción,observó que en el hotel había mucha gente. Los empleados que estaban de vacaciones se habían incorporado voluntariamente a sus puestos de trabajo y todo el personal siguió trabajando una vez acabada su jornada para atender de la mejor forma posible a los supervivientes de la catástrofe aérea. El señor Bellero preguntó aquí y allá. Reconoció a algunos pasajeros, entró con ellos al salón. ¡Aquella mujer que se levantaba ... !

Angel Carazo, Coba, director del hotel, contaba ayer la escena a EL PAIS y, a pesar de que habían pasado dieciséis horas, no podía evitar que la voz se le entrecortara: "Fue un abrazo, ¿cómo te diría yo?, aquel hombre, ya mayor, de unos sesenta años, y aquella mujer, y todos nosotros allí, alrededor, compartiendo su gozo, llorando muchos con ellos. Habían estado todo el día buscándose el uno al otro. Yo no he visto nunca un abrazo así. No podré olvidarlo jamás".

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