A la espera de los programas
LAS DISCUSIONES de los partidos en tomo a los pactos con otras fuerzas ocupan en estos días los esfuerzos del centro y la derecha y reclaman la atención de comentaristas e informadores. Una vez rebasado el 14 de septiembre, fecha en que concluye el plazo para la formalización de las coaliciones, la elaboración de las listas de candidaturas, cuya presentación se cerrará el día 19, tomará el relevo en las prioridades. Cabe confiar, sin embargo, en que los partidos comiencen pronto a difundir, sin aguardar al comienzo oficial de la campaña, sus programas de gobierno y a comunicar las respuestas que proponen para los problemas de los ciudadanos.Sería deseable que las ofertas electorales no confíen sólo en las imágenes de los líderes y se esfuercen por analizar la situación concreta de nuestro país y por proponer alternativas capaces de mejorar las cosas que marchan mal y de consolidar las realidades satisfactorias. Hasta el momento, el clima de la campaña iniciada el 27 de agosto ni siquiera ha alcanzado las cotas mínimas de tensión teórica que podrían completar el aburrido e indecoroso pragmatismo de la lucha por el poder con un debate de ideas y propósitos. La decisión de UCD de rechazar el acuerdo con Fraga, apoyada según parece en un sondeo desalentador respecto a las perspectivas electorales de la gran derecha, ha tomado la forma retórica de una ratificación de los principios centristas, pero no ha especificado las cuestiones cruciales que hacían inconveniente dicho pacto ni ha suscitado un debate en torno a la identidad del partido de Lavilla respecto al CDS y Alianza Popular.
El acuerdo de comparecencia unida alcanzado ayer por UCD y el grupo de Garrigues se presenta también como, una simple concertación de esfuerzos destinada a engrosar las debilitadas filas centristas con personalidades que habían quedado descolgadas de la competición electoral por su escasa capacidad para concurrir en solitario ante las urnas. Esa comparecencia unida, fórmula que se presenta como una hermana pobre de la coalición propiamente dicha, no está fundada en ideas y en programas, sino en la necesidad de acomodarse a las duras exigencias de la ley D'Hondt. Un partido de componente fundamentalmente democristiana, como es la actual UCD de Lavilla, y un grupo que aspira a representar al liberalismo, como es el PDL de Antonio Garrigues, deberían explicar a sus futuros electores qué parte de su ideología queda limitada o cercenada por el acuerdo. No parece que las tomas de posición de UCD en materia de 'orostumbres, o su enérgica negativa a plantearse la despenalización parcial del aborto y del consumo de drogas blandas, o sus planteamientos educativos, o su política de reindustrialización mediante subvenciones estatales tengan demasiado que ver con las ideas habituales del liberalismo europeo. La sospecha de que nos hallamos ante un abuso del término liberal por parte de un sector político minoritario es por eso más que fundada. La ausencia de grandes figuras del liberalismo intelectual español en las filas de esa miniformación contribuye poderosamente a la sensación de que bajo el apellido liberal se esconde simplemente un conjunto de defensores de las propuestas económicas de Milton Friedman.
En cualquier caso, los partidos o las coaliciones tendrán que someter a los ciudadanos en los próximos días sus ofertas y sus programas. El partido del Gobierno pagará el tributo de haber ejercido el poder a lo largo de más de cinco años, pues su desgaste ha sido enorme, y los electores le confirmarán o le retirarán su confianza en función del juicio que les merezca su gestión. UCD tendrá más dificultades que sus competidores a la hora de despertar expectativas de futuro, ya que los ciudadanos se preguntarán las razones por las que su programa es presentado como una promesa para el porvenir en vez de como una cuenta de resultados del pasado. El PNV, en el País Vasco, y CiU, en Cataluña, también habrán de rendir cuentas de su gestión al frente de las instituciones autonómicas desde la primavera de 1980, en tanto que el PSOE será juzgado, indirectamente, por sus actuaciones en los municipios y diputaciones desde abril de 1979 y por su actitud parlamentaria en las Cortes. Sin embargo, el balance de gobierno en las comunidades autónomas y en la Administración local nunca puede ser tan decisivo como la rendición de cuentas del partido que ocupó el poder ejecutivo durante más de un lustro.
Es casi seguro que los organizadores de las campañas dirigirán sus esfuerzos a potenciar las figuras de sus líderes y a crear esperanzas genéricas en tomo a las siglas de los partidos. Esa misma lógica puede llevar también a hostilizar a los adversarios mediante la difusión de estereotipos desprestigiadores. Sin embargo, la experiencia de las elecciones andaluzas, donde la propaganda de la CEOE se volvió contra sus patrocinadores en un efecto de bumerán de enorme fuerza, tal vez contribuya, más que la ética democrática, a debilitar los proyectos de una campaña maniquea, apocalíptica e intimidatoria. En cualquier caso, no cabe olvidar que son los ciudadanos quienes terminan por inclinar con sus sufragios de última hora la balanza de unas elecciones. Aunque en un número indeterminado de casos el voto final dependa de causas emocionales o de la influencia del ejemplo, la claridad de los programas y la concreción de las ofertas puede contribuir a que una parte de esos titubeantes escoja una u otra opción. Hay razones mucho más nobles para que los partidos no conviertan sus programas en abigarrados cajones de promesas demagógicas y delirios arbitristas. Pero siempre les puede servir de acicate para la elaboración coherente y honesta de sus ofertas el dato de que cada vez es mayor el número de españoles políticamente adultos que ya no creen en los Reyes Magos y que meditan las implicaciones y el significado de su voto. No defraudar esta mayoría de edad social es obligación de los partidos en liza.
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