El Piramidón como síntoma
HA SIDO necesario que dos médicos jóvenes denunciaran una serie de graves irregularidades en el servicio de Cirugía Cardiovascular del Ramón y Cajal, familiarmente llamado Piramidón, para que las autoridades sanitarias españolas decidieran darse por enteradas de una situación que los pacientes conocían sobradamente desde hace años. Los doctores Franco y Celemín merecen el agradecimiento de los ciudadanos ya que, con su admirable gesto de responsabilidad y de coraje, han puesto en riesgo el futuro de sus carreras. En una sociedad carcomida por el corporativismo, en la que cada gremio reclama privilegios de soberanía o extraterritorialidad y exige a sus miembros una abusiva solidaridad profesional para respaldar a los colegas que infringen la ley o las normas deontológicas, resulta desgraciadamente imaginable que una parte de la profesión médica pueda acusar a estos dos valientes doctores de haber sobrepuesto su sentido del deber y su respeto por el juramento hipocrático a los estrechos intereses gremialistas que aconsejan cerrar filas frente a los extraños y lavar los trapos sucios en casa.Hace pocas semanas, el doctor Rivera, sancionado por la Diputación de Madrid por incumplir sus obligaciones como jefe del servicio de Cirugía Cardiovascular del Hospital Provincial, fue elegido presidente del Consejo General de Colegios Médicos de España en un insolente gesto de reafirmación de la solidaridad corporativa como valor superior a cualquier otra consideración cívica o moral. La escurridiza nota del Colegio de Médicos de Madrid sobre el caso del Piramidón, reservándose su opinión hasta disponer de una información completa sobre el tema, pero acumulando desde el comienzo parches sobre la herida, da fundamento para pensar que no serán los doctores Franco y Celemín sino quienes han sido puestos justificadamente al descubierto por su denuncia los que reciban los beneficios del compadreo gremialista. Sin embargo, sería absurdo suponer que todos los profesionales de la medicina en nuestro país respaldan esas endurecidas y egoístas posturas, en las que la salud de los enfermos, la a4ministración de la sanidad española y la gestión de los recursos públicos desaparecen ante la llamada tribal a la solidaridad corporativista. Cabe esperar, así pues, que los médicos españoles que se niegan a considerar su profesión como un simple negocio y a concebir los cargos hospitalarios como canonjías vitalicias que dan derecho a cobrar pero no obligan a trabajar hagan oír su voz y expresen sus opiniones, entre otras razones para impedir. que el noble oficio de curar sea arrastrado al desprestigio por quienes lo utilizan simplemente como medio lucrativo.
Como ha quedado sobradamente probado, el servicio de Cirugía Cardiovascular del Ramón y Cajal, pese a sus magníficas instalaciones y su suficiente plantilla, no pudo hacer frente a la emergencia planteada por el empeoramiento de un enfermo cardiovascular. Una clínica mucho más modesta, Puerta de Hierro, hubo de cargar con el muerto, porque, tristemente, el paciente falleció poco después de ser operado. La circunstancia de que la jefatura de ese servicio esté desempeñada por el doctor Martínez Bordiú, en baja temporal por una dolencia en un hombro, puede cargar innecesariamente de connotaciones extraprofesionales el escándalo. Ahora bien, los nexos familiares del marqués de Villaverde con el anterior jefe de Estado solamente resultan significativos a la hora de narrar la historia del Piramidón, considerado por muchos médicos de prestigio como un capricho personal y un juguete caro que nunca debió ser construido. La alta concentración de hospitales en la zona norte, mientras el sur y el suroeste de la ciudad sólo cuentan con el Primero de Octubre, que carece de servicio de cirugía cardiovascular, la localización del Ramón y Cajal sobre el estrépito de las vías férreas y el diseño megalómano de las instalaciones fueron algunos de los argumentos esgrimidos contra el faraónico proyecto del Piramidón, defendido en su día a capa y espada y contra viento y marea por el doctor Martínez Bordiú, que abandonó la jefatura del servicio de Cirugía Cardiovascular de la Paz para hacerse cargo del mismo departamento en el Ramón y Cajal.
Seis años más tarde de la inaguración del gigantesco centro hospitalario, el balance de los resultados ofrece valoraciones desiguales. Algunos servicios -Traumatología y Cirugía Infantil; por ejemplo- no sólo funcionan bien, sino que son incluso modélicos. En cambio, el macroservicio de Cirugía Cardiovascular, espina dorsal del hospital, presenta un balance muy pobre: veinte operaciones de media. al mes, desde junio de 1981, para once cirujanos, es decir, algo menos de dos intervenciones quirúrgicas por cada uno de ellos; ocupación mínima de los quirófanos, hasta el punto de que dos están permanentemente cerrados; falta de coordinación entre los componentes del equipo; un jefe del departamento que se encuentra de baja médica desde hace seis meses, etcétera. En abierto contraste con esa lamentable situación, otros profesionales trabajan a destajo -con hasta 550 operaciones extracorpóreas anuales- en clínicas pequeñas'o medíanas para suplir las deficiencias del servicio dirigido por el doctor Martínez Bordiú. Partiendo de que la proporción adecuada de quirófanos/habitantes se sitúa en uno por cada millón de personas, si los cinco quirófanos del Ramón y, Cajal funcionasen a pleno rendimiento serían sobradamente suficientes para atender a la población de la capital.
El trágico caso ocurrido en el Piramidón pone de relieve la imperiosa necesidad de investigar las anomalías, desidias y negligencias en la gestión de la medicina pública española. Las medidas del Ministerio de Sanidad, que ha resuelto sacar a concurso la plaza que el doctor Martínez Bordiú no atiende, llegan demasiado tarde y en el sospechoso contexto de la convocatoria de las elecciones generales. Pero todo el mundo sabe que la punta de un iceberg, aunque esté teñida de sangre, es sólo la parte visible de fenómenos de mucho mayor volumen que permanecen sumergidos y ocultos. Hay razones para afirmar que la Sanidad pública española está siendo saboteada desde dentro por unas elites que la utilizan para sus particulares objetivos lucrativos y que presentan luego los frutos de su trabajo de demolición como la consecuencia genérica de los males abstractos de la medicina hospitalaria. Mientras 15.000 médicos españoles se encuentran en paro, el pluriempleo con cargo a fondos públicós y la utilización de los servicios hospitalarios para incrementar beneficios privados crean un férreo oligopolio de oferta que niega a los recién llegados la necesaria experiencia para ejercer su profesión. Todo el mundo está de acuerdo en que la medicina pública y la medicina privada deben ser complementarias en la política sanitaria española. Ahora bien, la amena:ta a ese necesario equilibrio no proviene -cifras cantan- de una inexistente ofensiva socializadora destinada a convertir a los doctores en funcionarios, sino de la sostenida tendencia a debilitar la medicina hospitalaria mediante la vampirización de los recursos de la Salud pública por pequeños grupos que se han instalado en su seno para desviarlos en su propio beneficio y que hablan, gracias a su poder profesional y a sus conexiones políticas y sociales, en nombre de sus colegas, arrastrados al deshonor y al desprestigio por sus sordos portavoces.
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