De un militar republicano
Los viejos militares de la República, a los cuales me honré en pertenecer y fui mayor de Brigada, enPasa a la página 8 Viene de la página 7
que unos, porque ya estaban en las filas de dicho Ejército, y otros, porque fuimos movilizados para defenderla con todo derecho y que a través de tres años de lucha desde el primer escalón de soldado, encuadrados para luchar contra el fascismo, llegamos a ocupar puestos de responsabilidad por méritos de servicios en campaña, seguimos con la esperanza, alimentada por las palabras del rey Juan Carlos I, en la histórica fecha de su coronación, de que "ningún español sería discriminado por la ley ni ninguna causa desoída por la justicia de su reino".
Por todo ello, nosotros, los militares de la República, tanto los de milicias como los encuadrados en filas en dicha fecha, incluyendo a los que como consecuencia de aquella guerra fratricida, que nosotros no provocamos, fueron mutilados, fueron inútiles parciales o totales para el trabajo, seguimos esperando que esta injusta discriminación y las buenas palabras y las buenas intenciones que oímos de labios de los medios oficiales a que hemos recurrido se conviertan en hecho reales. Cuando terminó la guerra civil, todos los jefes y oficiales de nuestro Ejército fuimos condenados como tales y según la categoría que habíamos tenido. Los que no fuimos fusilados fuimos condenados con mucho rigor, comparado con lo del Campamento, y tras redimir pena trabajando cumplimos muchos, como yo, diez años, y al incorporarnos a nuestra vida de libertad empieza otro calvario de discriminación en nuestros trabajos y en nuestros derechos civiles, en general, por haber sido jefes u oficiales del Ejército de la República.
¡Qué distinto el trato recibido por los que a la fuerza lucharon también en las filas de los llamados nacionales! Los que tenían estudios de bachillerato, y muchos sin tenerlo, ¡hala!, maestros de escuela. Otros, en la administración y en puestos de responsabilidad, fueron repartidos a voleo desplazando incluso a los que los habían obtenido por oposiciones. Todo esto nos hace pensar que por mucho que los hombres de buena voluntad, con el ánimo cierto e ilusionado de ser los enterradores de las dos Españas, habrán de ayudarnos primero a conseguir terminar con la enorme discriminación que aún persiste con los que formamos un día parte del Ejército republicano. Oigo decir con frecuencia a políticos y hombres representativos del Gobierno y el Estado: "Hay que olvidar el pasado, tenemos que conseguir la reconciliación de todos los españoles", pero olvidan que el bálsamo que cura todas las injusticias, todas las heridas sociales no es sino el derecho y la razón. Todos los países de Europa que tomaron parte en la última guerra mundial y fueron ocupados por el fascismo tuvieron casos parecidos al nuestro, resolvieron estos o parecidos problemas urgentemente en el tratado de Roma.
Nosotros sólo encontramos, después de más de cinco años de democracia, palabras de compromiso y ambigüedad.
Como consecuencia de esta desatención injusta recurriremos, si es preciso, a los organismos internacionales que regularon todo esto en el tratado arriba comentado. Vemos que con la coba y las buenas palabras lo que conseguirán es que los pocos que quedamos de aquel valeroso Ejército entreguemos nuestro cuerpo y nuestra alma al diablo, que según palabras históricas fuimos condenados. ¿No es una vergüenza que después de más de cinco años de democracia tengamos que recurrir a esta alta magistratura internacional para que se nos escuche y se resuelva nuestro problema antes de morir? ¿No sería una vergúenza para los políticos de derechas que tanto hablan y siguen hablando de la reconciliación? ¿Y no sería más grande aún para los de izquierdas, los cuales dicen ser los herederos legítimos de aquellos viejos partidos heroicos de los socialistas y los comunistas?
No hemos sentido su voz airada y justa en nuestro Parlamento reclamando una reparación de este atropello a los derechos humanos. Sólo dos senadores se salvan de nuestras recriminaciones, Prat y Satrústegui, a los que desde esta carta doy las gracias. Los demás, los que no hicieron la guerra, no quieren saber nada si no es de la suya propia. La de subirse los sueldos, tener varios empleos bien retribuidos, viajar gratis, hacer declaraciones que ellos creen importantes y que a nosotros nos parecen repetitivas manías, y en su ambición de poder y de dinero y..., mientras tanto, ¡viva la Pepa.!/ .
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