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Tribuna
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El respeto de la vida

Entráis en el gran centro hospitalario y policlínico, os dirigís a las salas de maternidad y pasáis a una de sus dependencias, donde están las incubadoras y las UVI para recién nacidos. Allí encontráis pequeños errores de la productora de hombres: troncos sin brazos, cabecitas mal colgadas, genitalitos comidos de un tumor negruzco, espinazos retorcidos en ángulos imposibles. A todos los están manteniendo vivos bajo las campanas de cristal: palpitan, hasta respiran con más o menos accesorios de balones de oxígeno y de gomas. Algunos los veréis con el tierno tórax rasgado de arriba abajo: van a sufrir la primera intervención cardíaca que repare las malformaciones de sus valvulitas; otros están ya cosidos. Un tanto por ciento de ellos saldrán adelante, vivirán y se les entregarán a los padres, para que ellos se encarguen de darles ese hálito de afecto que van a necesitar las criaturitas y que a los institutos sanitarios ya no les corresponde suministrarles: ¡bastante milagro han hecho con salvar la vida! Es fabulosa, en efecto, la hazaña de la ciencia: niños así, que en otros tiempos habrían fallecido al nacer, que no habrían nacido, que ni habrían soñado con nacer, y ahora... ¡todas esas vidas (¿cuántas, doctor Ramírez?, ¿me pasa usted las estadísticas?), todas esas vidas conservadas!, por tres años, acaso por quince años, lo que Dios mande.Milagroso, sí, porque la ciencia opera al servicio de un sagrado respeto, de una adoración, de un culto a la vida. Lo sentís ese respeto temblar en el aire aséptico, planear por los claros pasillos del centro hospitalario: los médicos lo muestran en los ojos endurecidos en el cumplimiento del deber sagrado; las monjitas farfullan alabanzas de la ciencia que colabora con los designios del Altísimo; los internos, las enfermeras, todos tienen la boca apretada para decir "¡Sssst!" a la primera duda que se les formule (¡cómo de amigos íntimos de algún jefe tendrían si no que ser los padres!), a la primera tímida insinuación de que si a lo mejor no se hiciera tanto, tanto, por salvar la vida... ¡Sssst! Sentís, ya más que el respeto, el reinado del terror pesando sobre todo el personal del centro.

Ese mismo repeto de la vida lo encontráis más atrás también: son los salvadores de fetos, los que llaman criminales a las que interrumpen violentamente sus embarazos, los que azuzan a la ley para que castigue ese homicidio que el aborto es, y de seres además absolutamente indefensos como la ley no los defienda. Y a tal punto impera el respeto de la vida y la ansiedad por la vida de los fetos eleva sus clamores aterrados, que ya es totalitario: todo lo que se ha concebido tiene que nacer, tiene derecho a la vida, y el afán progresivamente se prolonga a los embriones de un mes, de dos semanas, de menos y de menos, superando las prudencias y distingos de los propios padres y teólogos medievales, que todavía discutían entre sí, y dentro de la ortodoxia, si debía considerarse que el alma racional se insuflaba en el momento del nacimiento y primera respiración, o si en el de la concepción misma, o si al tercer mes de gestación, o al sexto. Pero ya no hay límites: hay algo que late, que se mueve: es una vida, y basta. Pero será -se dice uno- porque son no sólo vidas, sino vidas humanas; porque, si no, los mataderos y las talas de los viejos bosques... Pues, sí, porque son vidas humanas en potencia, porque son gérmenes potenciales de vida humana, y eso es ya, sin más distingos, sacrosanto. Comprendido ya, se pregunta uno entonces cuánto tardarán en ponerse a salvar y defender, bajo el mismo título y respeto, a los incontables óvulos humanos que cada mes se pudren infecundos, a las millonadas de espermatozoos humanos que cada día criminalmente se desperdician, cuando, debidamente salvados, se podría conseguir en un año la población total de la Tierra y de algunos planetas-dormitorios suplementarios, sin tener que andar esperando al año 2000 ni nada.

Y que conste, lector, antes de que sigas, que cuando, aquí se ataca a los salvadores de fetos y al culto a la vida, no por ello se está defendiendo la eutanasia de las criaturas malnacidas, ni tampoco defendiendo el aborto, ni mucho menos el derecho de las damas al aborto (ni al parto); no, no confundas nunca, lector -¡así te guarden los ángeles de abajo!-, el ataque de Roque con la defensa de Contrarroque: quien no sea capaz de sentir la pura raya de oro que distigue entre la negación de la afirmación y la afirmación de la negación de la afirmación nunca podrá en política ni en nada hacer otra cosa que lo que está hecho (lo cual no implica que los otros sí); no, pues la astucia del poder está en que cuando la ciencia, por violento milagro, ha mantenido en vida criaturas no viables, te ha colocado ya en un trance en que dejarlas morir es ya un acto positivo y, por tanto, criminal, y eso ya nada puede remediarlo: te han cogido en la trampa simplemente. Y un aborto mismo es de hecho violento, es triste, hágase como se haga: el corazón se lo dice a cualquiera, y no hay razones que se lo contradigan, y como no se trata de autorizarlo, sino de evitarlo, aquí mismo nos atrevimos hace un par de años a sacar un ataque contra los detractores de la dulce pilula anticonceptiva. Y en último término, si tampoco le gusta la pilula, pues no joder, señora, o no hacer el amor, como usted dice, que para lo mal que debe hacerse el 95 y pico por ciento de las veces, tampoco iba a perderse nada del otro mundo.

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Pero a lo que íbamos, que es que entre la gente: de más o menos izquierdas es ya tradicional, ante los energúmenos salvadores de fetos y defensores de la vida, hacer notar que esos suelen ser los mismos que no tienen grave inconveniente en que muchachos en la flor de la rnisma caigan o vuelen reventados por millares en una batallita cualquiera, o que hombres y mujeres hechos y derechos perezcan como moscas en cualquier guerra o paz un poco prolongada que algún poder necesite para sostenerse; los mismos que tampoco se escandalizan mucho de las ringleras de hombres colocados contra el paredón esperando el ametrallamiento que una justicia cualquiera ha decidido para ellos, y los mismos que, ni mucho menos, quieren enterarse tan siquiera de que tantos millones de viditas salvadas lo han sido para luego, ya bien hecha la persona, condenarlas a pudrirse en cárceles, en pisos de suburbio, en embotellamientos de fines de semana, en tajos y oficinas sin gozo ni sentido; de que eso es una muerte no les hables; esas desgracias ellos las comprenden bien, en cambio: tienen sus razones y sus motivos. Pues, sí, es cierto que suelen ser los mismos los que admiten esto tranquilamente y los que claman por los derechos de los fetos a la vida, y están bien representados en la figura de su patrón, el glorioso Bonaparte, cuando, después de no sé qué batalla, contemplando los millares de cadáveres tirados por el campo, comentaba: "Esto, con una noche de París, queda reparado".

Sin embargo, esa crítica de las izquierdas es aún demasiado personal, y superficial, por tanto: no es coincidencia que sean los mismos los unos que los otros, y sería hora de ir precisando la relación profunda entre el culto de las vidas humanas potenciales y la práctica de la muerte masiva de los hombres hechos. La relación se me aparece ante todo en el plano lógico: para poder equiparar el germen de vida humana de los embriones y recién nacidos cualesquiera con las vidas de hombres y mujeres laboriosamente amados y forjados por los años (como se revela también en el tratamiento de los árboles por las empresas repobladoras, donde la maravilla, de un robledo centenario se equipara con una hectárea de pinillos para papel a diez años vista), para adorar cualquier pálpito de posible vida humana y despreciar el lento tejido de dolores, sueños y recuerdos, de ojos todavía inteligentes en la tiniebla, de huesos todavía esbeltos bajo la máquina, todo eso y más desconocido que es un hombre, para eso, para poder echar tal cuenta, hace falta que se haya desarrollado y se haya impuesto una idea de vida en abstracto, una Vida con mayuscula: ése es el dios al que indiferentemente se le inmolarán hombres y se le criarán fetos, porque en la abstracción vida todos son iguales, y sólo así darán lo mismo hombres actuales que hombres en potencia, y los futuros hombres estarán siempre redimiendo las muertes de los hombres que hoy se matan por las necesidades del Gobierno o de la banca: número por número, pues lo importante es que puedan contarse, para lo cual tienen que ser iguales, reducidos al abstracto una vida todos. Es decir, que los salvadores de fetos están ya inspirados por la noción de masa de las poblaciones que Estado y capital van a necesitar para hacerlos morir en guerras o consumirlos en horas de trabajo y diversiones: lo que ellos salvan son ya vidas de la masa, soldados o compradores de automóviles -da lo mismo-.

Y no se me diga que la milagrosa salvación de niñitos inviables hace excepción a lo que digo, ya que ellos no van a ser ni soldados ni trabajadores: como si no supieran ustedes igual que yo lo que puede gastar cada una de esas criaturas el tiempo que perviva: cumplirán los infelices sobradamente su misión de consumidores, y en una economía como la vigente, en que el despilfarro es necesidad esencial de la dinámica del dinero, ya se sabe que cualesquiera sirven y cualquiera es número de la masa necesaria para esa vida del capital, que es la vida de la abstracción, que requiere la abstracción vida como objeto semántico y condición lógica inseparable.

Después, esa relación lógica entre el respeto de la vida abstracta y la consumición de hombres hechos se manifiesta también moralmente, como justificación (que ya en la frase de Napoleón citada aparece debidamente), sin la cual no pueden cometer crimen ninguno ni el mercado ni las armas: necesitan una fe, un ideal, que los purifique y los exalte, como a Santiago Matamoros; que les borre de los ojos los charcos de sangre y de los oídos el crujido de los huesos bajo los carros: ese ideal purificador es el de la humanidad futura, que compensará las muertes de la presente, es el ideal de la masa numérica de individuos, y es, en fin, la fe mayúscula en la Vida. Así, la idea de vida sirve para entregarnos a la muerte como lo más natural del mundo.

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