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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La economía y el PSOE / y 3

Un sector público bien dimensionado y administrado y un sistema de planificación eficaz, en manos de un Estado auténticamente democrático, pueden ser dos instrumentos importantes al servicio de una política de redistribución de la riqueza y el poder entre las distintas clases, regiones y sectores. Son, pues, elementos a favor de la democracia avanzada e, históricamente, pueden signíficar un paso adelante en eI largo camino hacia el socialismo. Bien es cierto, como se ha demostrado en el Este y en el Oeste, que también pueden ser usados como mecanismos de concentración al servicio de las oligarquías tradicionales o de nuevas castas burocráticas. Por ello es imprescindible que se den en coincidencia con unas sólidas instituciones democráticas.La democracia avanzada es la profundización de la democracia política, su expansión mediante procesos de participación y descentralización, su reforzamiento con recursos propios de la democracia directa y su extensión a los ámbitos de la economía y la cultura. En primer lugar, debe suponer altos niveles de libertad, igualdad y solidaridad entre los diferentes núembros de la sociedad y un sistema de toma de decisiones auténticamente participativo. Ello exige instituciones de democracia representativa, con poderes económicos, sociales y políticos reales; de ahí la conveniencia de una economía mixta, con un sector público y posibilidades de intervención y planificación. Pero tal democracia avanzada no tendría sentido si no se diera la participación a los ciudadanos en lo que les es más próximo y cotidiano: su propio trabajo. La participación, cogestión o codeterminación obrera en las empresas, públicas o privadas, junto con las cooperativas y sociedades laborales, es el elemento más característico de democracia avanzada en el plano socioeconómico y el preludio de la autogestión obrera y la propiedad social propias del socialismo.

Puficipación en las empresas públicas

Como se comprende, naturalmente, ni los intereses inmediatos de los trabajadores españoles ni la actitud de los sindicatos, apremiados por tareas más urgentes (el empleo, el poder adquisitivo, el establecimiento de un sistema democrático de relaciones industriales, etcétera), ni, claro está, la fuerza real de nuestros capitalistas permiten abrigar, excesivo optimismo en este campo. Sí cabe, sin embargo, ir avanzando en la dirección apropiada. Por ejemplo, es perfectamente factible ensayar para las empresas públicas -estatales, de comunidad autónoma o municipales- sistemas avanzados de participación del personal (presencia en consejos con voz y voto, control en el nombramiento de directivos, etcétera). En el caso de las grandes empresas privadas habría que partir del nivel mínimo del Estatuto de los Trabajadores para ir ampliando y profundizando de forma que se alcanzasen los niveles de cogestión ya experimentados o en desarrollo en Europa -por ejemplo, en la práctica alemana occidental o en el proyectado estatuto de la empresa europea, de la CEE-, llegando a la participación en los consejos de administración (medida ya practicada antes en España, aunque inocuamente por la ausencia de libertad sindical), al derecho de consulta, y aun veto, en las cuestiones de trascendencia para el futuro de la empresa, etcétera.

Conviene señalar que en las empresas pequeñas y medianas, en las que las relaciones capital-trabajo están más personalizadas, habría que optar por fórmulas muy simples y flexibles e, incluso, en las de menores dimensiones, por ninguna.

En España, por razones obvias, la polémica sobre la participación ha sido poco viva. Dejando a un lado las resistencias empresariales y de los economistas liberales, es interesante señalar las dos críticas que desde el sindicalismo se han hecho a la participación obrera. Para la izquierda-polítíco-sindical la participación en cualquierade sus fórmulas es un compromiso con el capital, que legitima y refuerza a éste, a la vez que rebaja la combatividad obrera en la lucha de clases y aleja las posibilidades de transformación. Para el síndicalismo reivindicativo, el inconveniente de la participación radica en implicar a los trabajadores en la marcha de la empresa y, por tanto, mermar la capacidad sindical de mantener reivindicaciones conio una parte frente a la parte empresarial. La primera supone una concepción anarquista, y la segunda, corporativista, ambas un tanto escépticas y dudosamente defendibles desde posiciones socialistas o, simplemente, democráticas.

Por otra parte, conviene recordar que comunistas y socialdemócratas, cada uno desde sus particulares opciones, han magnificado el papel del Estado y subestimado el de otras instancias sociales, mientras que, durante decenios, otros grupos (anarcosindicalistas, comunistas consejistas, etcétera) mantuvieron vivo el interés por la autogestión obrera. Precisamente es en la propia experiencia española de 1936-1939 y en algunas otras repartidas en el mundo (por ejemplo: Argelia, Yugoslavia o la Checoslovaquia de la primavera de 1968) en las que se puso en práctica esa idea. No es, de todos modos, una economía como la española actual -capitalista, compleja, en grave crisis y sumamente interrelacionada con la mundial-la que se presta a este tipo de experiencias, aunque sí al más modesto de la participación en las empresas de propiedad pública o privada y, simultáneamente, en la promoción de sociedades laborales y de cooperativas. A este último respecto es interesante resaltar que una de las experiencias más interesantes a nivel mundial sea precisamente la del cooperativismo industrial vasco de Mondragón, insuficientemente estudiado y promocionado en España, pero que ha servido de inspiración en múltiples experiencias extranjeras.

Un tema que se presta también a discusión, y que puede ser fuente de dificultades, es el del papel del sindicalismo en la participación. Frente a la opción que estima que el sindicalismo sobra en las empresas con sistema participativo -versión paralela a la que defiende los comités contra las secciones sindicales- conviene insistir en la eficacia de los sindicatos, aun en el ámbito estrictamente empresarial, frente a la acción índividualizada o de grupos informales. Por otra parte, hay que aprovechar la lección histórica que muestra cómo el embrión de participación de los trabajadores existente actualmente en los países occidentales -la llamada democracia industrial, con su negociación colectiva, comités, etcétera- es fruto de la acción sindical; incluso las experiencias que han sido de autogestión lo fueron, sin perjuicio de la aparición lógica de tos consejos, resultado de la lucha de partidos y sindicatos. Desde un punto de vista más general, a nivel de todo el país, el sindicalismo juega, además, el papel de homogeneizador de los intereses de la clase trabajadora, propugnando, por encima de patriotismos de empresa o corporativismos de cualquier tipo, el bienestar general y la democracia política y social.

Por dichas razones, parece lógico defender el protagonismo sindícal, por supuesto sin limitar los derechos individuales, en los órganos y mecanísmos representativos en la empresa.

El progreso hacia la democracia avanzada

La democracia avanzada no se entiende sin participación en todos los aspectos políticos, económicos y culturales de la vida social y a todos los niveles, desde la empresa a la ciudad, la comunidad regional y el Estado. Tampoco se comprende sí no significa, junto a la profundización de los derechos y libertades ya conseguidos en las grandes democracias de Occidente, la conquista de mejoras económicas, sociales y culturales para toda la población.

Un posible triunfo electoral socialista, como decíamos en el primero de estos artículos, no puede significar, dadas las circunstancias, un cambio social profundo; ni siquiera una política económica radicalmente distinta. Sí puede, y debe, suponer una política, dentro de los graves y estrictos condicionantes que va a encontrar, volcada a favor de las clases menos favorecidas, en lo inmediato y coyuntural, y decidida a sentar las bases, todo lo discreta y prudentemente que haga falta, de la democracia avanzada que nos propusieron como aspiración nacional los constituyentes de 1978.

Una planificación económica y social técnicamente eficaz, democrática y descentralizada, una economía mixta en la que un sector público bien dimensionado y dirigido garantice la estabilidad y el desarrollo económico y la independencia de grupos no legitimados democráticamente y, en último y principal lugar, un sístema de participación de los trabajadores son los instrumentos idóneos, y requisitos indispensables, a nuestro juicio, para conseguir aquélla.

Manuel Abejón es catedrático de la Universidad Politécnica. Militante del PSOE.

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