Testimonia, que algo queda
España no es un país que aprecie los gestos simbólicos. Lo testimonial carece de estima entre los españoles, que, contra lo que suele creerse, forman uno de los pueblos más prosaicos del planeta. A la simbología oponemos aquí nuestro particular realismo, y a lo testimonial, nuestro sentido tremendista. Por eso, al margen del tópico, lo que más se conoce de nosotros en el extranjero son Felipe II, la Inquisición, Goya, Buñuel, el Guernica, el esperpento, el tenebrismo, la tauromaquia, la guerra civil.En el tema nuclear puede apreciarse que de poco o de nada valen los gestos y posturas testimoniales, si no van acompañadas de realismo, carnaza, truculencia. Viene esto a cuento de lo que ocurre en Extremadura con la central nuclear de Almaraz, que sirve para producir una energía de la que se benefician básicamente no los extremeños, sino los madrileños, los vascos y otras comunidades desarrolladas. Esa central fue una vergonzosa imposición al pueblo extremeño, que en su inmensa mayoría estaba en contra, y así lo demostró en numerosas manifestaciones civilizadas, pacíficos encierros y demás gestos llamativos. Naturalmente, no se obtuvo respuesta alguna, salvo la aceptación del tinglado por parte de una ignominiosa Junta Regional a cambio de un escuálido plato de lentejas. Y es que ya se sabe que eso de la solidaridad interregional se refiere sólo a los menos poderosos. ¿Alquien se ha para do a pensar qué hubiera ocurrido en Euskadi si el Gobierno central les hubiese impuesto manu militari una central nuclear cuya producción eléctrica se exportara gratuitamente a León, Zamora, Cáceres y Badajoz? La carcajada de Bilbao se oiría sin duda en Cádiz.
En el asunto nuclear ya se sabe que los intereses son tan enormes come, insondables. Una especie de secreto final mancomunado nos oculta al resto de los mortales las claves de un problema en el que somos los afectados. Todos se andan con pies de plomo. El director general de la Energía fue, sorprendentemente, muy claro cuando dijo hace poco que en Almaraz y en Ascó había peligro. Pero, en el enigmático código de la familia nuclear, eso era una herejía, e imnediatamente el comisario (muy propio) de la Energía impuso el anatema. El Consejo de Seguridad Nuclear, creado en teoría para servir de contrapeso, despide un tufillo cada vez menos disimulado a la voz de su amo. Es decir, el poder, con todos sus atributos, se echa encima de cualquier sospecha y la ahoga como si fuera un indeseado perro recién nacido. Pero la acumulación de sospechas comienza a producir certidumbre y, en consecuencia, máxima preocupación. Cosas que
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no se olvidan. Y entonces, mis amigos extremeños deciden encerrarse, los alcaldes hacen huelga de hambre, a sabiendas de que eso no le va a quitar el apetito a ningún ministro veraneante ni a los que, a la sombra, mandan en esos ministros en temas tan auténticamente importantes como el nuclear. Ni siquiera es una tormenta de verano. Esas huelgas de hambre simbólicas sólo despiertan una atención administrativa a nivel de, aproximadamente, jefe de negociado. El pacifismo es encantador; huele incluso a albahaca. Mis amigos extremeños han conseguido unas líneas en los periódicos y dos minutos en la televisión, pero no deben hacerse muchas ilusiones: ese éxito se debe en gran parte a que estamos en agosto y hay pocas noticias que llevarse a la boca.
Y así llegamos a la médula del asunto. Para que el poder se preocupe es necesario que el tema se convierta en orden público, la famosa frase encubridora. Todos somos civilizados hasta que alguien deja de serlo. ¿Es civilizado quien impone en una zona, sin el consentimiento de sus pobladores, un sistema depredador cuajado de peligros potenciales? Ya sabemos que los ciudadanos siempre seremos víctimas frente al poder, y a pesar de todo, limitamos nuestra respuesta a algo gestual, testimonial, racionalista. Hay otros que no lo entienden así y se lían a asesinar a personas inocentes. Allá ellos; su camino equivocado sólo conduce, además, a inútiles callejones sin salida.
Pero el problema sigue estando dramáticamente ahí, entre Almaraz y Lemóniz. La injusticia, por partida doble, de Almaraz no se cura con terrorismo, eso es evidente. Lo testimonial, por su parte, puede no servir para nada, pero proporciona satisfacciones humanas. Como la de poder decir: el terror lo están sembrando quienes imperativamente instalan mecanismos radicalmente peligrosos que, asimismo, según reconocen algunos de los responsables de la política energética, son defectuosos. Por eso me uno a esa huelga de hambre simbólica extremeña y, haciendo uso de mi derecho a testimoniar, dejo caer dos cuestiones elementales, de esas que se hace cualquier simple ciudadano fuera de toda sospecha:
1. ¿Por qué Extremadura, sin haber sido consultada, ha de cargar con la amenaza nuclear?
2. ¿Por qué ha de admitir la amenaza nuclear de una central cuyos beneficiarios son otras comunidades más desarrolladas que, por supuesto, no admitirían el principio de reciprocidad?
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