La Humanidad y la humanidad
Siempre me ha escandalizado que cada vez que se comenta una muerte producida por mano terrorista no falte casi nunca la inmediata consideración de cómo tal cosa contribuye a la "desestabilización de la democracia"; la mirada no se detiene apenas en el muerto y en los que le lloran (en aquel para quien se ha terminado para siempre no sólo el irrisorio bien de la democracia, sino la vida misma, y en aquellos para los que vida y mundo han quedado terriblemente desgarrados), para volverse acto seguido a las peligrosas consecuencias políticas que la reiteración de tal clase de hechos podría llegar a tener sobre la situación política vigente. En ningún caso, como en este rápido saltar por encima del absoluto de una vida singular para volver la vista hacia las repercusiones colectivas de su destrucción, resalta más claramente toda la siniestrez de ese fetiche ideológico que se designa como el Bien Común, y que parece tener por cometido distraer y desviar constante y sistemáticamente la mirada -casi como en un puro automatismo defensivo- de cualquier mal particular hacia un bien general que eternamente aplaza su promesa de revertir sobre sus únicos posibles beneficiarios: los sujetos singulares o, mejor dicho, los sujetos, ya que no hay otros que los singulares. Al fin, los que así remiten inmediatamente a las posibles consecuencias públicas, sin detenerse, como en algo absoluto, en la desaparición de un particular de la condición que fuere -ya que la vida no viste ni de militar ni de paisano-, se ponen en el mismísimo punto de vista que los matadores, supuesto que, al igual que en la acción de éstos, la vida o la muerte de los individuos resulta valorada sólo en función de su capacidad de amenazar o de atentar a la estabilidad de lo total. Pues bien, lo mismo pasa, a mi entender, en la circunscripción de los asuntos internacionales.En efecto, cada vez que en cualquier parte del mundo vuelve a surgir el cada vez más rico y más sofisticadamente armado -y, por ende, más cruento y más frecuente- espanto de la guerra en un nuevo conflicto local, tampoco falta casi nunca la inmediata consideración de la capacidad de tal conflicto para llegar a,convertirse en "amenaza contra la paz mundial". La tan sistemática y constantemente apelada Paz Mundial es fácilmente reconocible como otro cínico títere verbal de la misma camada que el Bien Común. Los expertos en kremlinología, pentagonología o tercermundología son sobre todo especialistas en la evaluación de los conflictos locales en función de su capacidad de repercusión y desarrollo en lo que llaman crisis internacionales.
Cualquier conflicto casero en el último rincón del mundo es medido de acuerdo con este solo valor; valor, por cierto, en cuyo cálculo el componente de los factores ideológicos va perdiendo cada vez más relevancia en beneficio del componente de los factores estrictamente militares o, como suele decirse, geoestratégicos.
Así, día a día, la estimativa de los hombres va siendo amaestrada a desviar la vista de cuanto los hechos singulares tienen de tragedia propia y definitiva (o sea, de real y verdadero fin del mundo para los que resultan arrollados) y a ajustar su sentir a ese único criterio, según el cual los conflictos locales merecen más o menos atención conforme al grado en que puedan suponer una amenaza para la Paz Mundial. De este modo, el "fantasma de un holocausto nuclear", como gustan decir los periodistas, se erige en término de referencia único para determinar la medida de la consternación que debe suscitar en los ánimos cada tragedia de que tienen noticia. El "fantasma de un holocausto nuclear" no sólo es, pues, el instrumento de chantaje que se esgrime, de modo sistemático, ante quienquiera que intente reaccionar frente al estado de inercia, de anarquía y de injusticia en que yacen sumidos los negocios públicos, que perpetúan su rutina miserable pidiendo al público cada mañana un nuevo plazo de soportación, según Ia máxima de Ignacio de Loyola, no menos preciosa y socorrida para los mandos orientales que para los occidentales: "En tiempo de aflicción no hacer mudanza"; el "fantasma del holocausto nuclear" no sólo es eso: es también el endriago pintado en todo lo alto de la cúpula del cielo que, señalado a cada movimiento con el dedo, va congelando, degradando y encanallando cada vez más los sentimientos y los resortes morales de los hombres. Una vez que la milenaria tesis de Polibio de que la historia sólo es verdadera entendida como un todo -o sea, como Historia Universal-, reverdecida por la tormenta hegeliana, ha vuelto a tomar, por voluntad y en interés del mando, autoridad de dogma y prepotencia de verdad, también la última tragedia, la tragedia total y escatológica, se arroga en exclusiva los derechos al título de única tragedia verdadera, frente a la cual toda tragedia singular es reducida a mero efecto secundario, a incidencia anecdótica o, en fin, a simple accidente de trabajo, siempre, ya en las conciencias, anticipadamente cubierto por el más amplio seguro laboral. Si se establece que hay un mal supremo -o se fabrica de industria su posibilidad y su amenaza-, ese mal se verá abocado, de modo inevitable, a ser temido y reputado como el único mal.
Un falso fin del mundo suplanta, de esta manera, al verdadero -que donde realmente se cumple es en la muerte de cada sujeto y sólo cobra sentido referido a él-, distrayendo la percepción con el abstracto espejuelo de la extinción de la especie en cuanto tal, o sea, extrapolada de su encarnación concreta en personas singulares. El propio genocidio se arroga, a mi entender, en esa enfática peyoratividad que sobrecarga la palabra, unos derechos de monstruosidad que, en lo que es homicidio múltiple e indiscriminado, desplazan la gravedad de lo perpetrado contra las vidas personales hacia lo cometido con el abstracto de la gens, como si tachar su nombre del registro antropológico acreditase mayor tanto de culpa que acabar con aquellos que con tal nombre se mentaban.
Cuentan que Napoleón, en no me acuerdo ahora qué batalla, al ver la gran cantidad de muertos propios que yacían en el campo -"el alto precio que había habido que pagar por la victoria", como hoy suele decirse-, se despachó con este comentario: "Todo esto lo remedia una noche de París". Su inmenso amor a Francia comportaba que para él los franceses no contasen más que como sumandos en el censo; mientras se mantuviese el índice de productividad genética preciso para suplir las bajas y cubrir las vacantes, todo -o sea, Francia- seguía marchando bien. Pero así Francia, en realidad, venía a convertirse justamente en enemiga mortal de los franceses, al erigirse en algo respecto de lo cual se había de dar por reparado en cada nuevo nacimiento lo para siempre irreparable de cada muerte singular, al igual que en el empedrado de las calles el adoquín gastado se reemplaza en seguida con el nuevo, sacrificando, en fin, en el altar del ídolo la insustituibilidad de cada vida humana y su recuerdo. Mucho más tarde, Mao, más generoso de carne china viva de cuanto hambrienta de ella llegara a serlo jamás la tierra misma del sísmico país, se declaraba dispuesto a hacer ofrenda de hasta trescientos millones de habitantes para perpetuación de su Celeste Imperio.
¿Qué era, pues, China, si podía sobrevivir incluso al hecho de que cada chino viese morir a otro junto a sí? Después Sadat dijo que Egipto estaba dispuesto a sacrificar hasta un millón de egipcios para recuperar el canal de Suez y el Sinaí; de modo que Galtieri tenía ya precursores cuando ofertó sus 40.000 muertos por la soberanía de las Malvinas.
Una Humanidad que sobrevive y que se perpetúa siempre a costa de hacer o padecer cada vez más atroces inhumanidades y de ir haciendo a los hombres cada vez más inhumanos no entiendo que pueda querer ser conservada por otro mérito alguno que el de ser una interesante, aunque desagradable, curiosidad zoológica. "Nosotros no pretenderíamos nunca", decía Juan de Mairena, "educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos dirigiríamos al hombre, que es lo único que nos interesa...". A imagen y semejanza de esas masas de que hablaba Mairena está formada la noción de Humanidad, cuya extinción o desaparición se teme hoy tanto; pues si las masas, como se ha dicho con acierto, son un invento de la ametralladora, puede decirse que la Humanidad es, a su vez, un invento de la bomba termonuclear. Yo, que voy, por desgracia, con mi tiempo al menos en tener más mala lengua que el discreto Mairena, no puedo ahora por menos que parafrasear, recalentado, su templado exabrupto, para aplicárselo a la Humanidad, con parejos sentimientos: A la Humanidad, a la especie, que la den por saco.
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