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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un cierto madrileñismo

DICEN QUE este año los madrileños han recuperado algún entusiasmo por el hecho de serlo. Las fiestas tienen más público, los patios con organillo más bailones, y se han vendido o alquilado más hongos, más mantones: algunos los han sacado del baúl de los antepasados, donde se aburrían desde hace años. En los barrios ricos desiertos por el éxodo del verano se oían los ecos lejanos del pianillo y se veían los rosetones de la pirotecnia. Las fiestas, aquí, siempre fueron las de los pobres, en las que se mezclaron algunas duquesas risueñas. La burguesía nunca se sintió madrileña. Entre otras cosas, porque no lo era. Hasta en las épocas de ilustración y de populismo. Otros pueblos de este mosaico confuso y borroso han guardado con mucha religiosidad sus músicas, sus tradiciones, sus hablas. Al madrileño le hubiera dado mucha risa ver el chotis convertido en ritual, en gregoriano de su iglesia abierta; o llevado a la academia el lenguaje de Arniches. Ser madrileño ha consistido, principalmente, en no ser. La fiesta, el habla, el sainete, fueron siempre considerados como una especie de superestructura capaz de recibir todas las aportaciones, todas las sumas, todas las variedades. Siempre ocurrió que el mejor madrileño era el recién llegado.Esa manera de ser, o de no ser, fue su desgracia. En 1939, ocupada la ciudad por quienes la cercaban, no se supo defender como otras sometidas a la misma presión. El Madrid de los proyectiles de obús del quince y medio y de las bombas de los Junkers, donde los niños habían construido barricadas con los adoquines de las calles, con una resistencia que se ha hecho literatura y cine en el mundo, era ocupado con un cierto odio. Hasta algún intelectual madrileño que llegaba con los ocupantes -Ernesto Giménez Caballero- había pedido que se le quitara su capitalidad. Ojalá lo hubieran hecho. Madrid, que se había mantenido en pie durante la guerra, fue arrasado por la paz. Madrid era un negocio. Se tiraron sus casas para construir edificios rentables, generalmente con material podrido y escamoteado; se borraron las fronteras de sus barrios y sus habitantes fueron diezmados por el exilio, por las cárceles y los paredones. Voló por los aires lo que había sido su superestructura, su caracterización. No supo hacer liturgia de todo ello.

Si es verdad que hay ahora un cierto renacimiento madrileñista podrían encontrarse en él unas trazas de lo que fue y del eterno, humano sueño de volver a ser. Hay, probablemente, algunas razones más actuales. Madrid ve cómo en otras partes renacen las peculiaridades, las diferenciaciones, las identidades. En otras partes donde sí supieron hacer de ellas una liturgia, un rito, una sacralización; donde las han guardado cuidadosamente, y acrecentado y multiplicado en la clandestinidad. En poblaciones, en regiones, con otra homogeneidad. Incluso se oye hablar de la bota de Madrid para estimular esas reacciones. Se oye hablar con un asombro dolorido. Entre otras cosas, porque Madrid -el Madrid con identidad- llevaba, sobre todo, alpargatas. La bota de Madrid pudo ser la bota que estaba en Madrid, la bota que entró en Madrid, la que aplastó Madrid. Venía de fuera.

Quizá se esté tratando ahora de una recuperación de identidad. Hablar de un nacionalismo madrileño es una incongruencia. Madrid quiere recuperar su capacidad de no ser: de ser un lugar de encuentro, un rompeolas de todas las provincias españolas, como dijo un poeta andaluz que fue madrileño porque encontró aquí ese terreno abierto; quiere no ser confundido con quienes pretenden o ejercen un centralismo, en el sentido despótico de la palabra, desde la ciudad que no es suya, sino prestada. No cree que pueda ser el símbolo de un imperialismo, sino el de una defensa frente a un largo cerco, el de un último punto de resistencia ante un concepto de vida que se venía encima de España. Madrid defendió en la guerra lo mismo que mantuvo en los tiempos de conspiraciones y clandestinidades: las autonomías de los otros.

Tal vez esta madrileñización de Madrid tenga ese sentido. Buscar otra vez su superestructura, su caracterización, sus rasgos, su identidad. Su aire de ciudad alegre y confiada. No va mas allá. Pero tampoco admite confusiones.

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