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Terrorismos en París

París está sufriendo una serie de sucesos que sus periódicos llaman "ola de terrorismo". Es una impropiedad. No es un terrorismo, sino muchos y por causas muy distintas. La elección de París obedece, en primer lugar, a que es París: es decir, una caja de resonancia mundial. Todo lo que sucede en París impresiona en el mundo. Los franceses han elaborado cuidadosamente esa imagen de, París, capital del mundo. Un centro de ideas, de arte, de moda, de política, de costumbres, de músicas. Eso se paga. Los sistemas terroristas tienen en común su necesidad de ondas de expansión; buscan una propaganda. Bakunin definió el acto, terrorista -"destruir sin distinción, ciegamente"- como "la propaganda por el hecho". Bakunin, por cierto, fue uno de los refugiados políticos de París. Fue allí donde tuvo su célebre entrevista. con otro refugiado, Karl Marx, de la que dedujo que Marx "estaba corrompiendo a los honestos trabajadores, convirtiéndolos en cerebrales". Y fue allí también donde conversó tanto con Proudhon que cada uno se impregné del otro: y Bakunin participó, en consecuencia, en la revolución de París, en 1848. Porque ésta es otra de las grandes virtudes francesas que ahora tiene que pagar: la de ser tierra de asilo. Forma parte de su personalidad. Lenin y Trostki jugaban al ajedrez en un café de Montparnasse, y los reyes exiliados paseaban su melancólico aburrimiento en sus Hispanos por la Costa Azul. En la avenida Foch ondeaba la bandera tricolor del Gobierno republicano -en un hotelito incautado al tenista Borotra, que había sido nazi-, cuando todavía los nobles rusos de 1917 conducían algunos taxis, eran camareros en Scheherezade o popes en la iglesia de la Rue Daru. Un París hermoso, conmovedor. Pero este internacionalismo y esta calidad de tierra de amparo puede producir de todo. Puede producir, cogiendo a tiempo a un extranjero, genios como Picasso o como Beckett. Lo contrario -el criminal, el agente secreto, el asesino; lo que ahora se llama el terrorista- puede también producirse o citarse en París. Es una ciudad abierta, una ciudad para todos. Los buenos y los malos.

Medidas de excepción

Es lógico que una ciudad donde se producen quince muertos por actos de terrorismo en algo menos de cuatro meses sienta una considerable inquietud. Sobre todo si esa cifra y esos sucesos los manipula, como siempre es costumbre, la oposición. Ya está la derecha acusando a Mitterrand y a su Gobierno socialista de haber creado una democracia blanda, permisiva; unos jueces cansados y una policía que se desentiende. No le importa que cualquier estadística demuestre que cuando gobernaba la derecha el terrorismo existía con con la misma fuerza. Los armenios, los palestinos, los corsos, los nazis no han esperado que ganara Mitterrand. La derecha cumple con su rito político, que es el de denunciar las debilidades de la izquierda y ensalzar su propia rudeza, y la verosimilitud le es enteramente ajena. Como en España. Mientras, los medios de la izquierda denuncian a su vez que estos actos de violencia precisa mente tratan de "desestabilizar al Gobierno francés", lo cual tampoco es creíble: la izquierda tiene su propia inverosimilitud. No faltan tampoco las voces que piden una ley especial, unas medidas de excepción: vigilancia especial de fronteras, suspensiones de garantías, poderes policiales más extensos, vigilancia de los extranjeros... Ya se sabe lo que dan de sí esas leyes: aterrorizan a los inocentes y tienen un valor político determinado. Francia tuvo sus experiencias con las que se llamaron lois scélérates (scélé rat=malvado, infame. Leyes, por lo tanto, malvadas, infames) de 1893 y 1894: no se molestaron demasiado en acabar con los "actos anarquista?, pero sí en cerrar la Prensa de la oposición, sin hacer excepción de los siempre deliciosos liberales que tanto las habían solicitado. Sería más bien trágico que Francia, ahora, aplicase nuevas leyes a los extranjeros, comprendiendo las criadas españolas y los estudiantes latinos do la Sorbona; y los "nuevos polacos", y los argelinos y marroquíes que tratan de ganarse la vida como pueden. No con ello anularían el terrorismo. Ni con policías especiales. Algo que Francia no puede perder es su carácter de tierra de asilo, que a veces ejerce con considerable dureza -que lo recuerden los republicanos de Argelés- y a veces con la cautela de quien presiente que está cuidando a un futuro gobernante amigo -como a Jomeini-; ni París su carácter de ciudad abierta.

En cuanto a la internacionalidad del terrorismo es algo que no se podrá contener mientras los gobiernos complicados no distingan entre terroristas malos y terroristas buenos, entre los que van a su favor -y ellos promocionan, amparan y arman- y los que van en su contra. Parece una práctica de la que muy pocos países están excluidos.

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