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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La delación y el caso Almería

Sin embargo, esta cuestión está condicionando la importancia de aquélla, puesto que si de verdad hubieran sido terroristas, sus sufrimientos no habrían necesitado mayor exposición. No se olvide que la regla de oro del trato legal que reciben los detenidos clasificados en esa categoría es la del secreto; en su virtud son incomunicados, privados de abogado, interrogados al fondo de perdidos pasillos por agentes anónimos, trasladados de un lugar a otro y confinados en cárceles de aislamiento. Así pues, no parece que el interés vigente sea el de dar transparencia al trato que reciben los supuestos terroristas, ni tampoco el de controlarlo 'para evitar los abusos. El problema sólo se formula en toda su dimensión desde el momento en que son tres inocentes notorios los denunciados como terroristas, por un error que ha de entenderse más en su acepción de pecado que como fruto del azar.En la Prensa que informaba sobre el juicio de Almería hemos leído la crónica de la intervención del fiscal, el cual se refirió a "la fatalidad que acompañó a los jóvenes" desde que salieron de Santander. El acusador público describió lo que él llama un círculo fatal en el que son atrapadas las víctimas, enumerando desde el atentado contra el general Valenzuela (7 de mayo) hasta la detención (9 de mayo) y muerte (10 de mayo) de los tres jóvenes, pasando por la confusión con tres supuestos terroristas.

Pero es evidente que en ese hado falta una parca que el fiscal no ha osado ni mencionar: la malhadada delación. Histórica y jurídicamente, la delación es algo que se contrapone a la denuncia formal. Aquélla tiene su utilidad en la traición ("detestable incluso entre criminales", según Beccaria), mientras que la denuncia de un delito público y de su autor es un deber que la ley impone a todo ciudadano. La delación es una celada; la denuncia exige una comprobación y tiene unos requisitos materiales. El delator es estimulado con halagos, dádivas o perdones, al contrario que el denunciante, el cual contrae una responsabilidad si la denuncia formalizada es falsa. La historia de la delación es inseparable de la tortura. La delación es útil precisamente porque lleva aparejado el castigo instantáneo del delator mediante el tormento o la muerte; no hay que probar nada cuando lo que se ejerce es la venganza o el terror. El delator es entregado secretamente y en propiedad a su enemigo, que será tan cruel con su prisionero como temeroso fue de él antes de la captura.

La figura del delator es más odiada que la del verdugo, pero tan útil como ésta, por lo que pocos han sido los gobernantes que han querido prescindir de sus servicios. Desde el emperador Nerán, y sus quadruplatores (se les reducía la pena a la cuarta parte), los delatores secretos de la Inquisición, hasta los terroristas arrepentidos y los simples colaboracionistas de nuestros tiempos, la historia de las civilizaciones no se concibe sin la figura del soplón, como seguramente no se concibe orden establecido que no pague a traidores, ni mitología que no tenga un personaje como el de Judas. Hoy asistimos a un renovado auge de esta figura y el Estado moderno quiere que todos participemos un poco de ella.

No cabe duda que el mejor delator es el mejor amigo; en este sentido, las campañas de los medios de comunicación fomentando la delación tienden a encanallar las relaciones personales y su primer fruto inevitable es la difusión de aquel objetivo ideal. Otros varios son los dones codiciados: la convalidación ciudadana de los métodos policiales, la aceptación de las leyes de excepción, la propaganda sobre la firmezá del estadista de turno y otras pretensiones en esa dirección. Sus resultados inmediatos son una psicosis colectiva que, en el mejor de los casos, bloquea los teléfonos de la policía y, en el peor, dibuja el arranque del círculo fatal sobre la ruta de Almería.

Según cuentan, el abrumado ciudadano de Alcázar de San Juan que delató a los tres excursionistas de Santander, confundiéndolos con tres terroristas, sigue diciendo hoy que él hizo lo que era su deber. Seguramente tiemblan aún en su retina los llamamientos que leyó aquel viernes negro, 8 de mayo de 1981, en los que los líderes que mejor podían confundirle exhortaban a la población para que cooperase de manera activa con las Fuerzas de Seguridad del Estado, en el sentido de -son citas textuales- "suministrar información" sobre situaciones sospechosas y cooperar "en todos los aspectos posibles". Las hemerotecas son depósito de su clara coartada.

La medida en que los llamamientos excitantes de aquel día influyeron en todo lo que sucedió después es algo que seguramente sólo tendría relevancia para el escrupuloso sentido del principio de causalidad que aplicaron los jueces de Vinader. Pero no parece descabellado suponer que esos llamamientos pegaron mucho en la actitud delatora de ese buen manchego, tan alejada de la proverbial sabiduría de sus paisanos. Y esto lo tienen muy presente algunos de los que ahora se muestran intrigados sobre lo que sucediera la noche de Casasfuertes, con un cierto nerviosismo. que recuerda -salvando todas las diferencias- a aquel automovilista que preguntaba a la viejecita a la que acababa de atropellar: "¿Se ha hecho usted mucho daño?".

Gonzalo Martínez Fresnedaes abogado.

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