Kafka estuvo aquella noche en Almería
No fue, aquella tarde de mediados de mayo, en Mariembad -un lugar indescriptiblemente hermoso, donde Kafka imaginó el final de Joseph K., ni los tres jóvenes santanderinos, sesenta años más tarde, podían suponer un trágico desenlace de su excursión cuando, por la carretera de Roquetas, iban acercándose a la fiesta familiar de una primera comunión en Almería. Fue antes, mucho antes, por que, evidentemente, en los dos escenarios citados ya estaba la huella lejana de un final-kafkiano y, por lo mismo, dantesco, que sin embargo figura, desde entonces, entre los pasajes incomparable mente bellos y magistrales de la literatura de todos los tiempos. Un final que nadie que lo haya imaginado podrá olvidar jamás.Joseph K. -como años más tarde los tres jóvenes del Norte- posó su mirada en una lejanía en la que ya no quedaba ninguna esperanza y, cuando uno de los señores le cogió por la garganta y el otro hundió el cuchillo en el corazón, con los ojos ya velados, pudo ver a sus verdugos -homicidas o asesinos, tal precisión le importa poco al reo- que se inclinaban sobre él, con las caras muy juntas, observando el fin.
"Como un perro", se dijo Joseph K., cual si la vergüenza, la última humillación, debiera sobrevivirle. Y como perros murieron los otros tres, en la cuneta de un baldío, dentro de un Ford Fiesta que se quema y ante la mirada atenta de aquéllos que horas atrás procedieron a su detención en (también) una rutinaria jornada de trabajo dominical. La muerte es una, pero muchas sus maneras de matar y muchos los escenarios permitidos.
Posiblemente algún desconocido había calumniado a Joseph K. aquella mañana porque, sin que éste hubiese hecho nada punible, fue detenido y ejecutado después de unas peripecias, las de El proceso (así empieza la novela), que bien pudieron haber sido imaginadas por Kafka, aquella tarde en Mariembad, para ensayarlas mil kilómetros al sur de Santander, en el caso Almería.
Y si tal vez faltó en esta carretera de Gergal, donde murieron Luis C., Juan M. y Luis M., el libreto de ésta disparatada ceremonia funeraria fue porque no hacía falta texto ni apuntador ni advertencias para precavidos. La realidad es más sabia siempre, y más cruel, que la imaginación y, parodiando el verso del clásico, los detenidos que vos vas a matar se portan, como Joseph K., bastante bien. No me cabe la menor duda: nadie en Almería, entre los hombres que aquella noche representaron sesenta años más tarde la otra historia, había leído el proceso kafkiano que terminó con aquella muerte de perro que, como aquí, en lugar de avergonzar a los ejecutores, sumió en humillación y en la vergüenza a las víctimas.
Pero, como allí, también los novísimos Joseph K., que procedían de Santander e iban de primera comunión, preguntaron por qué estaban detenidos, escucharon la respuesta de que está prohibido dar explicaciones, vieron que se les rechazaban los documentos ("¿Qué pretende usted que hagamos con ellos"?, dice el mayor de los agentes de Kafka), y recibieron la aseveración de que "en nosotros, que somos los agentes de la ley; no puede haber ningún error". Y la misma, igual y machacona coincidencia cuando el detenido aquella mañana -sin haber hecho nada punible, Joseph K., empleado de banca-, no opone otra resistencia que la protesta verbal y ello no le va a librar sino que le va á precipitar en la tragedia porque, miren por donde, a este tipo de sujetos detenidos se les aconseja -dice uno de los agentes- que se muestren dóciles y pacíficos, por lo que, en un silogismo que partiría la coronilla al mejor de los escolásticos, "si son sospechosos y no protestan, parece evidente. que son culpables". Ahí queda plasmada aquella bíblica afirmación de que los mansos poseerán la tierra. La tierra del entierro, evidentemente.
Pero si, por seguir con Kafka -o, más exactamente, con Ovidio-, una mala causa empeora cuando se la pretende defender, la de las muertes en aquel barranco almeriense de Gérgal queda doblemente en evidencia al empeñarse los defensores del proceso de Almería en mezclar, en tal tragedia, el honor de la Guardia Civil y la nunca mal ponderada obediencia debida de los encausados, con la supuesta homosexualidad de una de las víctimas y la militancia izquierdista de las otras dos. O la increible e intolerable insistencia con que alguno de los agentes sigue afirmando que los muertos eran de la ETA, haciendo buena aquella última versión del Gobierno sobre el trágico error, después de haber barajado, durante dos días, las hipótesis del terrorismo, primero, y de la delincuencia común, más tarde, en una confirma ción de la teoría de que este tipo de gobernantes, como el forense y el marido engañado, es siempre el último en llegar al lugar y al fondo del crimen. Afirmar que todo esto carece de sentido y preguntar si puede alguien decirme si no es para quedarse atónito, sería repetir preguntas que ya se hicieron Joseph K., Luis M., Juan M. y Luis M. mucho antes de dirigirse, por la noche, al lugar en que morirían, sin explicarse los motivos, "como perros".
Pero no nos acostumbremos, porque, como ellos, cualquier ciudadano puede un día, sin haber realizado mal alguno, encontrarse en parecida situación. Un turista, un joven melenudo, alguien que tenga aspecto sonrosado y fornido, aquél que parezca artificiosamente natural. Todos pueden ser sospechosos. Siempre se puede repetir la historia de El proceso kafkiano. Y, aunque, como ya dijo Sartre, lo más aburrido del mal es que uno termina acostumbrándose, no olvidemos que el mayor horror de la vida es aquél que, a quien lo padece, no le queda ni siquiera el consuelo de haber visto otros horrores parecidos y ya experimentados en testigos o muertos anteriores. Conviene tomar nota porque siempre es posible el progreso en desgracias que no se curan a tiempo.
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