Cárceles: el fomento de la delincuencia
Cuando en 1940 describía Clemmer, en su libro The Prison Community, la forma de vida en una prisión de máxima seguridad, la de Menard, en el Estado de Illinois, nadie pensaba que la cárcel sirviera para otra cosa que para castigar, y del modo más duro posible, a los que alguna vez habían quebrantado las normas fundamentales vigentes en la sociedad. En la evolución de los sistemas sancionatorios, en función de la transformación de las relaciones de poder el cuerpo social entero, hacia formas cada vez más sutiles y perfeccionadas de control social, se estaba todavía en la fase más burda de castigar el cuerpo, sin pensar en controlar el alma. La impresión de los horrores de la segunda guerra mundial y el abuso del derecho penal en el castigo, e incluso la eliminación física de grupos humanos enteros, contribuyeron, sin duda, al renacimiento de las ideas humanistas y a la configuración de un derecho penal más humano, como instrumento al servicio de la resocíalización antes que el castigo de los delincuentes. El progreso de las ciencias de la conducta y, por tanto, de las técnicas de manipulación del comportamiento humano tampoco ha sido ajeno a esta evolución que se ha traducido en sistemas penitenciarios y de control social más sutiles y sofisticados que los penales tradicionales, pero no por ello menos eficaces.La legislación penitenciaria española se incorporó tarde a esta evolución, pero cuando lo
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hizo, lo hizo acogiendo con entusiasmo, un tanto acrítico, los dos principios cardinales del moderno derecho penitenciario: el tratamiento y la reinserción social del delincuente, que es incluso considerada por el artículo 25,2 de la Constitución de 1978 y por el artículo 1 de la Ley General Penitenciaria de 1979 como "fin primordial" de las penas y medidas privativas de libertad.
Con ello se ofrece una imagen distinta y, desde luego, más agradable de la, por lo demás, nada idílica vida en prisión. Cuando se habla de tratamiento se da a entender que lás cárceles son modernos hospitales en donde el delincuente es tratado por un equipo de especialistas, con toda clase de miramientos y con los métodos más sofisticados de la moderna ciencia. Todo ello no deja de ser, hoy por hoy, un mero proyecto ideal casi sin ningún alcance práctico. Es muy fácil decir que el delincuente debe ser tratado, pero ya no lo es tanto decir cómo debe serlo. Entre el psicoanálisis, la farmacotaerapia y la psicocirugía hay todavía barreras que no todo el mundo está dispuesto a franquear como alternativa a los sistemas tradicionales, en aras de un, por lo demás, más que dudoso éxito en el tratamiento. Recuérdese La naranja mecánica y se comprenderá cuál es el fantasma que ensombrece cualquier optimismo sobre la eficacia del tratamiento.
Para la libertad pero sin libertad
Pero no sólo el tratamiento sino la meta que se propone, la resocialización es lo que a veces puede resultar tan rechazable o más que el tratamiento mismo. Cuando de lo que se trata es de modificar el sistema de valores del recluso y de sustituirlo por otro diferente, el peligro de manipulación de su persona está presente en todo momento. ¿Qué sentido tiene adoctrinar en el respeto a la propiedad a alguien que por razones coyunturales de desocupación laboral, grave crisis económica, etcétera, comete un delito contra la propiedad, mientras esas razones de desocupación y crisis económica sigan existiendo en una sociedad basada en lá desigualdad económica o en una injusta distribución de gus recursos entre sús miembros?
La cárcel, tal como hoy se concibe y existe, no es, desde luego, el lugar más idóneo para el tratamiento y la resocialización del delincuente. Más bien sucede lo contrarío: fomenta la delincuencía y produce la desocialización de-las personas qué en ella entran. Es muy difícil educar para la libertad en condiciones de no libertad, sobre todo cuando esas condiciones están por debajo de los mínimos exigibles a cualquier institución que albergue a personas; pero también cuando más de la mitad de la población reclusa española (aproximadamente el 60%) se encuentra en situación de preventiva, es decir, en espera de juicio sin haber sido aún condenada, y cuando en los viejos establecimientos carcelarios se hacinan a veces hasta dos y tres veces más reclusos que los que oficialmente caben. Que nadie se asombre de que en condiciones de esta clase oscura luego lo que ocurre casi a diario en muchas cárceles españolas (drogas, asesinatos, suicidios, motines, violaciones, etcétera).
Que tal estado de cosas debe ser modificado, es algo en lo que todos podemos estar de acuerdo. Lo que resta por saber es cómo y qué altemativas se ofrecen. En la actual Ley deneral Penitenciaria hay algunas instituciones que, potenciadas convenientemente y aplicadas en la práctica, pueden servir para elaborar una estrate gia de cara al futuro. Baste sólo recordar ahora el sistema abierto, la remuneración del trabajo en prisión en las mismas condiciones que el trabajo en libertad, el seguro de desgmpleo, la asistencia a los ex reclusos, la prohibición de discriminación social o jurídica por los antecedentes penales, etcétera. Instituciones to.das ellas recogidas en la Ley General Penitenciaria, nada utópicas, que si se utilizaran de verdad y no simplemente a.d Pompam vel ostentationem podrían servir para mejorar algo la situación actual. Igualmente, podría aliviarla la reforma del vigente Código Penal, una y mil veces propuesta con consideraciones que nadie alcanza a entender. Es realmente inadmisible que en un momento en el que los códigos penales más modernos, como -el alemán, de 1975, o el proyecto español, de 1980, se esfuerzan por eliminar por completo del catálogo de sus penas las .privativas de libertad de corta duración, y la Ley General Penitenciaria hace del tratamiento y la resocialización del delincuente el fin primordial de la ejecución de lá pena privativa de libertad, se mantenga e incluso, como sucedió con la reforma de la ley de Enjuiciamiento Criminal en 1080, se amplíe la posibilidad de aplicar la prisión preventiva, una institución totalmente contraria a la realización de esas metas. El resultado es el ya conocido: las cárceles saturadas y el porcentaje de presos preventivos en unas cotas que superan las de muchos países del Tercer Mundo.
Por eso me parece importante en estos momentos seguir insistiendo en el carácter mítico de cualquier intento resocializador que no parta de esta realidad dramática. Y por eso me parece importante también seguir luchando por mejorar y humanizar el sistema penitenciario actual, no porque así se vaya a conseguir la resocialización o la mejora del delincuente, cosa que,no creo posible sin un cambio estructural de nuestra sociedad, sino porque todo el que entra en la cárcel tiene derecho por lo menos a una cosa: a que cuando salga un día, liberado, tras haber cumplido su condena, no salga peor de lo que entró y en peores condiciones para llevar en el futuro una vida digna en libertad. Y esto que puede parecer tan poco a algunos, sería ya en los actuales momentos de la vida penitenciaria española un paso muy importante. Es de esa realidad de la que hay que partir, si se quiere transformarla. Lo contrario es caer en un voluntarismo jurídico ingenuo y hacer ideología en el peor sentido de la palabra. Nada hay científicamente más torpe que querer transformar la realidad al margen de la realidad misma.
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