'Moisés y Aarón', de Schoenberg, abre el Festival de Opera de Munich
Richard Strauss, 321-Arnold Schoenberg, 1. Este podría ser el resultado de una hipotética confrontación futbolística entre dos autores virtualmente coetáneos, con el número de interpretaciones que sus obras han tenido desde que, en 1950, Munich relanzara su Festival de Opera. Si Mozart, Wagner y Strauss han sido durante décadas los grandes favoritos de la mostra muniquesa, Seboenberg ha sido el gran ausente hasta este año de 1982, en el que -acontecimiento insólito- Moisés y Aarón, la obra inconclusa del compositor judío-austríaco, inauguró el festival bávaro el pasado día 8 de julio.
Schoenberg elaboró la mayor parte de su ópera bíblica en Barcelona, al principio de los años treinta, cuando residía en esta ciudad invitado por su discípulo catalán, Roberto Gerhard. El triunfo del nazismo y la partida del músico a América retrasaron la conclusión de la obra, que había quedado interrumpida al final del acto segundo. La instalación en una nueva comunidad y los inmediatos eventos bélicos volcaron la atención de Schoenberg hacia otras partituras de temática diferente. Al final de los cuarenta y hasta poco antes de su muerte, acaecida el 13 de julio de 1951, cuando contaba 76 años, Schoenberg intentó en vano reemprender la composición de Moses und Aron.Sin embargo, sus fuerzas estaban muy mermadas y el ambicioso plan original requería una energía fisico-creativa que al autor de Pierrot Lunaire le estaba ya vedada. El conflicto entre espíritu (Moisés) y materia (Aarón), intelecto y palabra, razón y sentido, que la pieza propone, es de inusual densidad. Schoenberg lo expone en términos musicales a través de una brillante idea dramática: Moisés, cuya tartamudez se recoge en el texto del Antiguo Testamento, es un papel hablado, mientras que el del cautivador Aarón lo es cantado.
El Moisés de Schoenberg se estrenó, en su versión de dos actos en 1954, en Hamburgo. Se escenificó por vez primera en 1957 (Zuerich), y Hermann Scherchen lo dio a conocer en Berlín, en 1959. De todos los montajes modernos (Düsseldorf y Londres 1968; París, 1970; Nuremberg, 1971; Francfort, 1972), el de Viena de 1976 es seguramente el que más justicia escénica y musical ha hecho a la obra. Munich, cuyo National Theater es la sala operística más ejemplar de la República Federal, ha encargado la puesta en escena de 1982 a un regisseur estelar, Jean Pierre Ponelle, y la dirección musical a un maestro en alza, Gerd Albrecht Se puede hablar de triunfo en el caso del segundo y de éxito con reservas en el del primero.
Ponelle conoce bien la producción de Viena, ya que el arranque de la obra es igual en ambos casos: con las luces de la sala aún encendidas, se descorre el telón y Moisés avanza en silencio hasta las candilejas. Algunos aciertos son de referencia: la zarza en llamas que se eleva hasta lo alto de la escena, el maquillaje idéntico de los intérpretes de Moisés y de Aarón (Wofgang Reichmann y Wolfgang Neumann), que convierte a ambos en anverso y reverso de la misma moneda, o la transformación de Aaron en ídolo, al tomar como casco la cabeza forjada del becerro.
Importancia del montaje
En cambio, otros momentos no terminan de cuajar por un cierto exceso de estatismo: los milagros de Aarón para convencer a los israelitas de que deben abandonar Egipto parecen juegos de manos de salón, y el lamento de Moisés ("Todopoderoso, mis fuerzas se acaban, mi pensamiento se encarna en la palabra de Aarón") queda desdibujado en este contexto, la famosa danza ante el becerro de oro peca de hierática, carece de la barbarie que la música apunta -el montaje vienés es modélico en esta secuencia- y algunos instantes originalmente truculentos -el degollamiento de las doncellas- terminaron provocando la sonrisa del público.Por otra parte, y de esto no tiene la culpa Ponelle, la falta del acto tercero -del que conservamos el texto y algunos bocetos musicales- hace cojear la estructura de la historia: como en la Lulú, de Alban Berg, felizmente completada por Cerha, el conflicto temático sólo se resuelve al término de la peripecia.
La asepsia de la escena contrastó violentamente con la fuerza irradiada desde el foso por el director Gerd Albrecht, bajo su mando la orquesta del estado de Baviera tocó la partitura de Schoenberg con el mismo empuje reservado para Electra, Otello o La Walkiria, lo que ya es bastante indicativo. Albrecht, bien conocido por los espectadores españoles, demostró que no sólo dominaba el espíritu de la obra, sino que también sabía narrarla. Al final se habían roto ochenta años de silencio.
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