Cuando los verdes maduren
LOS VERDES de Alemania Federal están madurando: recaiga sobre ellos la responsabilidad de este juego de palabras, por el que se presumen mayores de edad y coaligados con la socialdemocracia en Hamburgo. Quién sabe si, mañana, en toda Alemania. En Hamburgo hay ciertas facilidades para el acuerdo local, porque la lucha contra la polución y el desgaste de la naturaleza en la inmensa ciudad industrial y portuaria es un objetivo común, y las disposiciones gubernamentales en ese sentido de limpieza han sido eficaces y bien acogidas. Si el juego va más allá se hará, simultáneamente, más difícil. Las opciones de desnuclearización y desarme que sostienen los ecologistas -verdes-, en cuyo amplio grupo, que es un movimiento de conciencia y protesta, hay un alto número de pacifistas, pueden ser difícilmente sustentadas por los socialdemócratas, como por cualquier otro Gobierno alemán, comprometido como está el país en otras razones internacionales.Pero la tentación es grande. Las auscultaciones de opinión pública muestran hoy mismo que, si hubiera ahora elecciones generales, los verdes obtendrían cerca de un 8% de los votos; y el partido liberal, que ahora forma una alianza regañona y exigente con el socialdemócrata, apenas pasaría del 6%. Esto quiere decir que los liberales pueden perder la situación de privilegio en que se encuentran, y que les da unos puestos gubernamentales -entre ellos, nada menos que el Ministerio de Asuntos Exteriores, cuyo titular, Genscher, está cada vez más distanciado del canciller Schmidt- y que, si las auscultaciones son ciertas, ni siquiera una alianza con la democracia cristiana les permitiría mantener el uso del poder: las elecciones generales serían favorables a la coalición de socialdemócratas y ecologistas.
Hay que pensar que esta alusión de los verdes a su madurez es, además de un chiste dudoso, una especie de declaración de principios: la posibilidad de abandonar algunas enfermedades infantiles, algunas ingenuidades, para entrar directamente en política, participar en el Gobierno y, en fin, ejercer un cierto posibilismo en lugar de una bella utopía. Lo que no está tan claro es si al convertir lo utópico en posibilidad de poder, muchos de los que hoy les votan les abandonarían: votan la protesta, el sueño, la imaginación, las esperanzas de una nueva calidad de vida, no un partido de compromiso con el poder. La fuerza de los ecologistas es de tal naturaleza que podrían perderla si la utilizasen; pero también es inútil si no la utilizan.
Sin duda, Schmidt está también en otro juego: espantar a los liberales y hacerles ver también que su fuerza puede desaparecer de un soplo si tratan de utilizarla demasiado. Muestra la posibilidad de que la campaña electoral la hagan por separado la socialdemocracia, los liberales y los ecologistas (con lo cual su programa no perdería fuerza) y que, una vez celebradas las elecciones, podría escoger a los ecologistas para gobernar. Puede ocurrir que los liberales se espanten realmente ante esa posibilidad y se hagan más dóciles, más gobernables. De todas formas, las elecciones no se celebrarán hasta 1984: tiempo suficiente para que no sólo los verdes, sino todos, maduren un poco más, y las circunstancias de Alemania, de Europa y del mundo estén un poco más claras de lo que lo están en estos momentos.
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