Realidad y deseo de las relaciones con la CEE
EL OPTIMISMO de los primeros años de la transición acerca de una rápida y cómoda entrada de España en el Mercado Común Europeo ha sido sustituido por unas perspectivas sombrías sobre los plazos y las condiciones de ese eventual ingreso. El Gobierno tiene que soportar, además de otras amenazas y problemas, el desgaste que significa para su imagen el dramático contraste entre la actual situación y los anteriores ensueños, en buena par te alimentados por el propio Calvo Sotelo cuando des empeñaba la cartera de las Relaciones con Europa y pro .metía calendarios para una segura entrada de España en el Mercado Común. Los halagos de los Gobiernos europeos para apresurar nuestro ingreso en la OTAN se han transformado en reticencias de todo tipo a la hora de negociar la integración económica. A este paso, los españoles seremos europeos para combatir en una guerra, pero no para comerciar, instalar industrias o buscar trabajo en el continente. Sin ningún ánimo patriotero, creemos que la propia Europa padece de esta actitud y abandona en ella su viejo ensueño de unidad. La solidaridad de las democracias y la amistad de los pueblos de Europa no debe cerramos la entrada en la Comunidad, aun que sea cierto que existen problemas y que es preciso solucionarlos. Sin perjuicio de señalar las deslealtades y los incumplimientos de las autoridades comunitarias en todo este juego, en el que nuestro Gobierno renunció a la baza negociadora en el terreno militar por su incontinencia atlantista -que para muchos resultaba, por otra parte, el paraguas frente a un nuevo golpe-, la estrategia española se verá obligada en el futuro a moderar los enfoques ideológicos, a refrenar las exhortaciones morales y a no confundir la realidaid con el deseo. En su marcha hacia Europa, España no se enfrenta con malignos espíritus hostiles a nuestra patria, sino con intereses económicos y con problemas electorales de perfiles nítidos. Los países europeos ya integrados en la Comunidad pretenden defender las ventajas materiales del statu quo, al tiempo que sus Gobiernos, designados en las urnas, tratan de contentar a sectores de cuyos votos dependen los resultados de unos. comicios. En, Francia, dividida políticamente en dos bloques de magnitud parecida y regida por un sistema presidencialista, el vuelco de opinión en las capas rurales que se sienten amenazadas por la ampliación de Europa podría decidir unas elecciones. Todo esto puede resultar desagradable y ser juzgado severamente desde criterios históricos de más alto, vuelo. Pero recónozcamos que no sólo en Francia las umas pueden llevar a la adopción de decisiones lesivas para elevados objetivos. El único -y decisivo- consuelo ante las imperfecciones e insolidaridades de los sistemas democráticos es que los regímenes autoritarios multiplican por mil la capacidad del poder para ir en contra de esas metas superiores.
Ahora bien, la comprobación de las resistencias de la realidad no tiene como corolario la renuncia a tratar de modificarla. La volúntad política de construir una Europa unida que no sea simplemente un espacio abierto para los intercambios comerciales exige superar la unilateralidad de los intereses y las tentaciones proteccionistas. En este sentido, si bien los problemas financieros y de política agrícola del Mercado Común son complejos y de solución nada fácil, otros argumentos esgrimidos desde Francia resultan escasamente convincentes y no tienen otra base que los temores del Gobierno de Mitterrand a unos agravios que pudieran transformarse en votos adversos. La incorporación de España plantea problemas superiores a los suscitados por Grecia o Portugal y significa una amenaza para el equilibrio de la actual política mediterránea de la Comunidad Económica Europea, ya que, en régimen de igualdad de trato, el potencial de crecimiento de las ventas de nuestros productos agrícolas es muy superior al de los países del norte de Africa y plantearía un serio reto a los agricultores europeos. Pero a estos problemas reales, que exigen una seria negociación, no se les puede añadir la guinda de unas exigencias tan artificiosas como irrealizables.
La Comunidad Europea, con Francia como principal portavoz de su política global, está acentuando, en medio de una crisis mundial cuyo final no se divisa, posturas contrarias a la libertad de comercio y fuertemente proteccionistas. Frente a los agresivos exportadores de¡ Extremo Oriente, el argumento europeo fue que no cabe hablar de libertad comercial cuando los sistemas económicos y sociales no son homologables y existen diferencias abismales en las legislaciones sociales (por ejernplo, en la fijación de los salarios mínimos o la tolerancia para el trabajo de los menores de catorce años). En el caso de España, las cuestiones previas comunitarias son de otra naturaleza, pero llevan la misma marca de fábrica de un exacerbado y censurable proteccionismo. Así, no se nos pide sólo la congelación de la capacidad de producción del sector siderúrgico, sino también su reducción. Otra serie de prealables -presupuesto comunitario, pesca marítima, textiles y un largo etcétera- aguardan cola para hacer compañía al tema siderúrgico. Aunque nadie puede negar que estos sectores tienen gra,ves problemas aquende y allende los Pirineos, su acomodación técnica sería posible. Cabe formular, por tanto, la sospecha de que el desmesurado énfasis colocado en esas cuestiones se propone utilizar nuestra mayor debilidad económica para bloquear las posibilidades de la integración o concederla sólo en condiciones leoninas y ruinosas para nuestra economía. Porque ¿creen de verdad las autoridades comunitarias que los sindicatos españoles, con un porcentaje de paro muy superior al europeo, podrían tolerar que el Gobierno -cualquier Gobierno-aceptase una congelación sin contrapartidas de nuestros niveles de producción?
De añadidura, dentro del capítulo de requisitos previos, el período transitorio que se trata de imponer a España ya no son los cinco años de la Comisión de Bruselas ni los diez años que invocaban los empresarios españoles sino el breve lapso de tres años, período dernasiado corto para una industria que atraviesa los peores momentos de su reciente historia económica y que nece sita un respiro para resistir con algún éxito la competencia europea. También aquí se adivina un intento de acoso a nuestros empresarios para que arrojen la toalla y empujen a los partidos políticos a la renuncia a nuestra entrada en la CEE. Esto es precisamente lo que España no debe hacer. Porque la negociación ha de continuar abierta y el Gobierno debe responder con firmeza, compatible con la diplomacia, a esas argucias dilatorias, basándose en el convencimiento de que España ha de mantener e incrementar sus importantes corrientes comerciales con Europa y no aceptar, por ningún concepto, unas economías separadas.
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