Boicoteo al 'defensor del pueblo'
Los JUSTIFICADOS temores de que la figura del defensor del pueblo quede en sede vacante por esta legislatura pueden, desgraciadamente, confirmarse. Pese a la retirada de Carlos Ollero y Antonio Hernández Gil, que dejaba la puerta abierta, como único candidato, a Joaquín Ruiz Giménez, la decisión de parte de UCD de abstenerse en la votación supone un boicoteo de hecho de la posibilidad de que esta designación salga adelante. La postura de UCD en este terreno es equiparable a la que mantuvo el PSOE durante meses obstaculizando el nombramiento de director general de RTVE después de la aprobación del estatuto. La experiencia demuestra hasta qué punto estos filibusterismos parlamentarios perjudican el interés público, desgastan y entorpecen la gestión de los finalmente nombrados y desacreditan las instituciones del régimen y el buen funcionamiento de la Constitución.UCD es hoy día un partido casi inexistente, plagado de contradicciones y de virulentas guerras intestinas, pero sus diputados deberían recapacitar sobre la gravedad de seguir aparcando figuras y papeles previstos en una Constitución contestada desde el involucionismo y cuyo abanico de posibilidades aún no ha podido ser desplegado. Por lo demás, no va ser fácil, ni con el candil de Diógenes, encontrar en este país persona de las cualidades que rodean a don Joaquín, como popular y cariñosamente se le llama, para desempeñar tan difícil y primigenio rol. Ante el panorama político español carecen de valor los ataques que se le hacen en función de haber sido ministro del anterior régimen; su confesionalidad -sería una ofensa para él negarsela- no es, por lo demás, sectaria ni dogmática, y afinca en cambio en el mandato cristiano de la caridad, que, lejos de invalidarle para defensor del pueblo, multiplica sus méritos por lo que puedan tener de magisterio de costumbres.
Ruiz-Giménez, al que cabría tildar del "más elegante perdedor de las elecciones del 77% realizó su particular "travesía del desierto" desde la autocracia a la democracia en un periplo más prolongado y sincero que la mayoría de las transiciones que se expenden en nuestros despachos políticos. Por lo demás, son de reconocer sus cualidades humanas, su alto entendimiento de la justicia y hasta su bondad de corazón. Acaso por estas virtudes sea tenido desde algunos escaños de UCD y de Coalición Democrática por hombre peligroso, y de ahí la consigna de abstención. Pero la más elemental meditación sobre el caso debería sonrojar a algunos de los discípulos académicos y políticos de Ruiz-Giménez que se sientan hoy en los escaños de la UCD. Ver a Iñigo Cavero, a Rafael Arias-Salgado, a Fernando Alvarez de Miranda, a Ignacio Camuñas, a Javier Rupérez, a Luis Gámir, por no hacer más que una apresurada nómina de nombres que nos vienen a la cabeza, responsabilizarse lo mismo de que la Constitución siga inacabada en su desarrollo, debilitándola ante quienes la amenazan, que de que Ruiz-Giménez continúe en el ostracismo político en un país donde la clase política no está precisamente sobrada de figuras, es de las cosas más lamentables que podrían suceder. Contemplar que eso se haga desde la obediencia al Gobierno de¡ señor Calvo Sotelo resulta casi chusco. La democracia ha sido ingrata con algunos de sus principales artífices. Ruiz-Giménez, sin duda, es uno de los casos evidentes. Su parte de reponsabilidad lleva, toda vez que se empeñó, honestamente, en acudir en solitario y sin el apoyo de la Iglesia, con el estandarte de la Democracia Cristiana, a las elecciones de 1977 y cosechó un espectacular fracaso. Algunos de quienes le acompañaron en la aventura acudieron luego al paraguas de UC'.D. Pero éstos, lo mismo que quienes antes se desengancharon de su carro, no serán capaces de negar ni el papel esencial que Ruiz-Giménez ha jugado en la democratización de este país y en la lucha por las libertades, ni el papel primordial que ha desempeñado en la defensa y procura de alguna de las biografias políticas que hoy pretenden cerrarle el acceso -por razones cuya verdadera raigambre se desconoce- a su nombramiento como defensor del pueblo.
La designación del defensor del pueblo, por lo demás, resulta doblemente importante, en la medida en que pueda devolver a los ciudadanos confianza en un sistema democrático torpe por su juventud y zarandeado por ser quien es. Una de las más burdas líneas de combate de esa ínfima pero chirriante minoría anticonstitucional reside en que las libertades democráticas se despegan del pueblo y que éste, a la postre, queda indefenso ante la parafernalia parlamentaria de un país que aún no tiene costumbre de quejarse individualmente ante su diputado y de recibir contestación y atención. El defensor del pueblo nunca podrá ser la panacea de las dejaciones parlamentarias o administrativas ni, como se estimó en un principio en el Reino Unido, un Ministerio de Estupideces. Pero en España y ahora, la institución puede resultar más útil y regeneradora que en ninguna parte: puede aumentar credibilidad a los primeros pasos de la democracia, restaurar esa difícil relación personal entre gobernantes y gobernados, corregir defectos de posible inconstitucionalidad en leyes elaboradas por consenso... No será piedra sillar de nuestra democracia, pero puede arrimar notablemente el hombro para que no se derrumben algunos ánimos y contribuciones precisos.
La votación final por la candidatura de Ruiz-Giménez no debe, por tanto, penetrar en la mezquindad de la actual correlación de fuerzas del Parlamento, destruida y desvirtuada por las crisis internas de los partidos y la defensa de vanidades personales y corporativas. Y estaría bien que sirviera para demostrar que en UCD, y concretamente en aquellos de sus hombres que proceden de la oposición democrática a la dictadura y no del aparato político de ésta, las lealtades personales -si son puras, si no buscan un beneficio individual y partidista- son apreciadas como un acto moral de la política, y no entendidas como una debilidad inoportuna. Los electores no son insensibles a estas cosas.
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