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Agotar la legislatura, ¿para que?

Fue una línea divisoria característica del franquismo: la que separaba la España real de la España oficial. Volvemos a ella, aunque con singularidades y peculiaridades propias del momento histórico y de un régimen político, por suerte, diferente. Pero una cosa está clara: país y paisanaje por un lado y, perdón, clase política, incluida la troupe periodística, por otro, son como dos líneas paralelas condenadas a no encontrarse. No es un tópico, es la constatación de una evidencia. Cuando se hurga en la realidad, o simplemente se mira alrededor, la cosa está más clara que el agua. A trancas y barrancas España, los españoles, van descubriendo el sabor de la libertad. Una libertad, si se quiere, con minúsculas y sin grandilocuencia, pero que va impregnando todas las pautas sociales y culturales de comportamiento: las fiestas populares se pueblan de un gentío ansioso de divertirse; los conciertos, los de música moderna y los clásicos, llenan los estadios; las familias hacen cola para ver las exposiciones de pintura y, en general, un viento de esparcimiento recorre esta vieja piel de toro ansiosa de sacudirse siglos de tedio y de negruras. Un observador foráneo decía el otro día que Madrid es hoy la ciudad más viva de Europa. Puede que exagerase, no lo creo, pero es evidente que nuestras ciudades, con alguna excepción, son hoy un espectáculo bastante animado de personas que, ante todo, quieren vivir, y donde barrios enteros han pasado a ser un escaparate de animación permanente. Vendrán sociólogos a explicarnos la relación entre crisis económica y deseos de esparcimiento y de diversión y la superficialidad del fenómeno. Lo explicarán, pero no tendrán razón: hay momentos en la vida de los pueblos en que determinado tipo de eclosiones colectivas responden más a razones de sicología interior que a causas de presiones económicas exteriores. Y lo cierto es que estos son momentos en que los españoles quieren volar. Cualquiera que se eche a la calle y esté una semana sin leer los periódicos, convertidos en un permanente ejercicio de masoquismo nacional, sabrá a qué me estoy refiriendo. España se ha sacudido en apenas cinco años el polvo secular de la negrura. Es verdad que coexisten todavía muchos aspectos trágicos y amargos de una historia que pesa lo suyo, que no es precisamente un lecho de rosas. Pero no es menos cierto que ese peso se nota mucho más en la conciencia intelectual de las elites, políticas y culturales, que en un pueblo harto de monsergas, autocomplacencias pesimistas y agorerismos que no cesan. Hay que decir, por lo demás, que ha sido la democracia como sistema quien ha impulsado la creación de un clima vitalista, propicio a la exteriorización de un ambiente de libertad que se mezcla a menudo, como no podía ser menos, con cierto exhibicionismo que intenta esconder la falta de madurez y, en muchos casos, la demagogia. Como no podía ser menos, dado el inmediato pasado y la ausencia de una educación ciudadana continuada en el tiempo y en el espacio. Aquí la libertad no ha caído como un chirimiri, sino como un auténtico chaparrón primaveral, lo cual tiene sus inconvenientes y sus ventajas.¿Cómo compagina nuestro pueblo ese ansia de vivir con un momento repleto de incertidumbres económicas y políticas? Probablemente no se trate de ningún misterio y estemos simplemente ante un fenómeno social de compensaciones. Pero lo cierto es que las cifras de paro, la persistencia cada día más absurda del terrorismo y un largo etcétera de problemas e interrogantes, no concuerda exactamente con esos vientos de creación, de relajo, de rebeldía frente a las convenciones, de alegría, que se perciben en la calle. Por todo ello no deja de ser cuando menos chocante la

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existencia de una oferta política, en su conjunto desmoralizada, enredada en personalismos sin cuento, con crisis permanente en dos de los cuatro partidos nacionales, con un Gobierno que da la sensación de no saber ni lo que quiere ni dónde va, con debates parlamentarios que suenan falsos, con la televisión como único juguete, con leyes en el telar, como la LOAPA, que pocos entienden..., y un largo rosario de penas sin gloria que convierten la vida política en un apéndice monótono y aburrido de un cuerpo social infinitamente más dinámico y vitalista. La democracia española ha pasado y aún pasará pruebas muy duras, y muy especialmente en el último año y medio. Los problemas, qué duda cabe, subsisten, pero ha resistido y, poco a poco, se va fortaleciendo en la raíz, en el tejido social. Pero curiosamente eso no está suponiendo ninguna conciencia de fortaleza. Los políticos se desgastan a velocidad vertiginosa. De hecho, en estos momentos, salvo Felipe González, que pasó el rubicón hace dos años, y Fraga, que vive la exaltación de sus triunfos electorales, la nómina de líderes con garra popular se ha encogido inverosímilmente. Y no es el cansancio lógico del final de legislatura. Es algo más profundo y más inquietante. Algo tiene que ver, por supuesto, con la permanente crisis de UCD, partido en el Gobierno, y con esa supuesta pérdida del centro que nunca existió y que nadie sabe exactamente cómo va a poder reinventarse. Lo que es grave no es la complejidad de la vida política española, que no lo es tanto, sino esa falta de hálito, esa capacidad de enredarse en una artificial madeja, ese sentimiento trágico que dimana de una especie de pesimismo aniquilador de perspectivas e ilusiones colectivas. UCD ha sido un eje fundamental en la transición. No es ninguna tragedia que necesite, como tantas cosas, adaptarse a un papel histórico distinto arrojando por la borda a quienes discrepen de la línea mayoritaria y aspiren a gobernar con el PSOE, como Fernández Ordóñez; o con Fraga, caso de algunos democristianos. De la crisis de UCD no se desprende, ni de lejos, la descomposición del sistema. Eso no justifica esparcir derrotismo.

Pero, no nos engañemos, no es sólo el problema de UCD lo que hace de la política un espectáculo triste y ajeno. Es su lejanía, su absurdo enreversamiento, los intrincados vericuetos de los pactos tácitos y no expresos; su transhumancia, sus tensiones reales y las creadas artificialmente... Y todo ello con una guarnición periodística a la búsqueda y captura de las debilidades de la tramoya. Aquí está haciendo falta un empujón hacia adelante. Y ese empujón sólo lo pueden dar las elecciones. El Gobierno no puede seguir así. La oposición, jugando al amagar y no dar, tampoco. Es verdad que el horizonte de bipolarización con una derecha autoritaria ascendente no es alentador. Pero la política necesita remontarse desde su actual y profundo bache. Y eso no se logra tirándose de los pelos, sino convocando al país a que decida y clarifique el cotarro. El país no se merece que su actual energía no pueda entroncar con una política cansina y sin impulso. Las elecciones pueden y deben de ser a primeros de otoño. Y a quien Dios se las dé, san pedro se las bendiga. No puede ser de otro modo. Los españoles tienen que reenganchar su actual potencial de energías con la política democrática. Ya se sabe que la política no es una fiesta. Tampoco tiene por qué ser un coro de plañideras o una permanente exhibición de impotencias o de desganas. ¿Agotar la legislatura, para qué? El empujón ilusionante que el país necesita sólo se lo pueden dar las urnas... Se cierra un ciclo histórico y hay que abrir otro. Si la actual legislatura anímicamente ha muerto, sólo queda gritar, sin miedo, un viva a la próxima. Después de todo, las elecciones siempre hacen converger esas dos líneas que, al paso que vamos, cada día serán más divergentes. Y ese es un lujo que un sistema de libertades no puede, ni debe, permitirse.

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