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Argentina, en guerra

Había leído muchas historias sobre Francia en la primera y la segunda guerra, sobre España durante la guerra civil, sobre Rusia en vísperas de la batalla de Borodino, en la versión clásica de Leon Tolstoi, y desde luego, sobre Chile, Bolivia y Perú en la contienda de 1879. Siempre había sentido, como todos mis contemporáneos chilenos, que esos conflictos tienen que ocurrir necesariamente en otra época o en otra parte. Ni la experiencia de los diez años recientes, experiencia de una guerra civil larvada, ha hecho que los chilenos cambiemos en este aspecto.Pues bien, viajé hace pocos días a Buenos Aires, por asuntos particulares, después de haber reflexionado e incluso escrito bastante sobre el conflicto de las Malvinas, y no supe con claridad, hasta el momento de bajar del avión, que iba a un país en guerra por primera vez en mi vida. No sabía que conocer las guerras sólo de lejos es un privilegio extraordinario, que se empieza a apreciar a partir del momento en que se le pierde.

Sospecho que hasta los argentinos de Buenos Aires tardaron bastante en tomar conciencia de su guerra. Decidir desde un escritorio de la Casa Rosada, cuando el teatro de las operaciones estaba situado a centenares de millas de distancia, parecía relativamente fácil. Pero, de pronto, la guerra, el clima de guerra, inesperado, terrible, inimaginable, se instaló en todas partes. La ciudad iluminada, noctámbula, llena de animación, el París de América del Sur, está oscuro. La multitud sigue caminando de noche por los sectores de Florida, Lavalle, Corrientes, pero es una multitud sombría, preocupada, angustiada, que discute sobre las operaciones bélicas y que se agolpa frente a las fachadas de los diarios y frente a los quioscos para recibir las últimas noticias. Muchos llevan escarapelas, y hay toda clase de emblemas y banderas en los edificios, en los postes de alumbrado, en los automóviles.

Estuve en Buenos Aires en los peores momentos de la discusión limítrofe con Chile, y la simple observación de la ciudad, antes y ahora, me llevó a la conclusión siguiente: la lucha por las Malvinas es una causa popular que moviliza a la inmensa mayoría del país más allá de las reservas o de la franca oposición al régimen político; la posible guerra con Chile, por el contrario, sólo entusiasmaba a ciertas minorías nacionalistas, a personajes más bien anacrónicos y de cabeza caliente.

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Otra observación hecha a partir de la calle: si el canciller Costa Méndez y el general Galtieri cometieron un error de cálculo de grueso calibre, la señora Thatcher también se equivocó medio a medio. Los ingleses pensaban que bastaría que la flota real de tareas, la Invencible Armada, hiciera un paseo frente a las costas desoladas de las islas para que los argentinos huyeran despavoridos. El desprecio de los tories por la América indoespañola era evidente, ostensible. Formaba parte, además, de la campaña psicológica. Después del hundimiento del Sheffield, el tono cambió por completo. Los expertos ingleses tuvieron que admitir que los pilotos argentinos actuaban con agallas y con eficacia. La combativa y obstinada señora Thatcher, que representa mejor que nadie la Inglaterra victoriana, como suele suceder con las amas de casa inglesas de la pequeña burguesía, empezó a presentarse en el Parlamento vestida de riguroso luto.

Antes había hecho chistes sobre lo que sería un hipotético encuentro suyo con el general Galtieri, chistes de señora con pantalones, pero bruscamente dejó de hacer chistes.

La situación tiene toda clase de sutilezas y complicaciones difíciles de entender a distancia. La ocupación argentina del 2 de abril fue contraria a las normas del derecho. Equivalía a hacerse justicia por sí misma. Además, puesta en contraste con el litigio limítrofe con Chile, en el que los argentinos no han aceptado ni la sentencia arbitral ni las proposiciones del Vaticano, demostraba una actitud expansionista mucho más propia del fascismo que del anticolonialismo. Sin embargo, los ingleses, en 1833, entraron a las islas a balazos. Argentina nunca firmó tratados ni aceptó esta situación. Es decir, los derechos históricos de Argentina son legítimos, aun cuando podamos discutir la legitimidad del procedimiento empleado y la del régimen de Galtieri en sí mismo. Asunto espinoso, en el que todos tratan de sacar la mejor tajada y en el que las víctimas visibles y olvidadas son el pueblo argentino y los 1.800 habitantes de las Malvinas, los kelpers, sin omitir a los pobres soldados ingleses, nepaleses y argentinos, que se juegan la vida en una situación que parece inventada por Franz Kafka.

La Prensa internacional ha dicho que todo el país se unió alrededor del general Galtieri, pero esto es perfectamente inexacto. La concentración del 2 de abril en la plaza de Mayo, dos días después de una violenta protesta sindical en el mismo sitio, fue un acto de unidad nacional alrededor del problema de las Malvinas, no del régimen militar y de la persona de Galtieri. Galtieri y Perón son fenómenos profundamente diferentes. La aparición del primero en el balcón de la Casa Rosada fue recibida con una mezcla confusa de aplausos y de silbidos. El fantasma del segundo, en cambio, había reaparecido en los carteles y los estribillos de siempre.

La circunstancia en que capté mejor la emoción, el pulso del momento, fue un concierto de Astor Piazzolla y Roberto Goyeneche el Polaco. Se hizo en el teatro Regina, donado por la esposa de un millonario de la década de los veinte, un Alvear que en uná de sus giras por Europa se había casado con una diva de la ópera italiana. Todo muy a propósito. El canciller Costa Méndez había hablado de islas irredentas, con acentos garibaldinos. Entre las cuatro paredes del Regina, decoradas con frescos que podrían haber sido de la mano de José Luis Sert, hubo ovaciones de pie, vítores, escarapelas, intercambios y bromas entre el público, y El Polaco, que ya tiene la voz cascada y una panza respetable, alimentada, según se dice, por los excesos alcohólicos, pero que todavía encarna la tradición del tango. Ni la señora Thatcher ni el general Haigh saben una palabra de estas cosas. Los chilenos y los latinoamericanos sí sabemos bastante.

Es una diferencia que el general y la señora habrían tenido que tomar muy en cuenta. Galtieri ocupó las islas para ocultar sus problemas internos, sin consultar para nada a los sectores sensatos de su país, pero la señora respondió con una prepotencia desmesurada, como si la reina Victoria y la condición femenina estuvieran tomando una revancha por partida doble. En cuanto al general Haigh, después de sus arrebatos de diplomacia viajera, demostró que no tiene la habilidad de Henry Kissinger. Ha sido un pésimo asunto para todo el mundo.

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