El Mundial de los horrores
HAY QUE reconocer que si no hubiera sido por los atletas que, vestidos de blanco, evolucionaron al final de los actos inauguratorios del Campeonato Mundial de Fútbol y porque gran parte de las televisiones foráneas conectaron la retransmisión avanzados los mismos, los españoles tendríamos motivos para sentir como propia la vergüenza ajena que nos hicieron pasar ayer los organizadores del dicho acto inaugural. Es casi imposible superar los niveles de mal gusto, falta de belleza y de emoción que la ceremonia alcanzó. Parece que el escarmiento del execrable Naranjito y del deleznable himno, al que ni siquiera la voz de Plácido Domingo logra darle dignidad, no hayan servido de nada. Este escaparate del país, que el Mundial debía y pretendía ser, amenaza con convertirse en un verdadero museo de los horrores, con presupuestos, eso sí, dignos de las joyas del Louvre.Por si fuera poco lo que los organizadores del campeonato nos habían deparado, Televisión Española nos completó el resto con la actuación de un comentador de infausta memoria, que ha negado mil y una veces haber dicho lo de "la pérfida Albión", pero que no negará el tono grandilocuente, alcanforino y arcaico que le oyeron ayer millones de conciudadanos. La noche anterior, otro presentador, éste del gran concierto popular con el que Barcelona abría oficialmente las celebraciones de estas fechas, a punto estuvo de organizar un incidente de orden público, si no es porque Miguel Ríos estuvo a su lado para demostrar que, aparte de un gran cantante, es, sobre todo, alguien que piensa y que no teme a la gente, probablemente porque la quiere. Merece la pena señalar también el contraste entre el gran espectáculo de participación y entusiasmo que la juventud barcelonesa nos deparó y el soporífero y vergonzante que nos ofrecieron los prolegómenos del partido Argentiría-Bélgica. A decir ver dad, que los blancos gimnastas -los únicos que parecían de este mundo y de este pueblo- y las televisiones de fuera hubieran debido acudir al concierto de Ríos y La Trinca. Porque si en una democracia tienen derecho a vivir y expresarse hasta los horteras, no es preciso, sin embargo, someter. a sus dictados a los cuarenta millones de habitantes.
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