Un proustiano llamado José María de Areilza
Vasco, políglota, culto, partidario de la modernidad, presidente de la Asamblea del Consejo de Europa y acuñador del término 'derecha civilizada'
No vamos a hablar de política. Parece como si la advertencia le cogiese por sorpresa, a él, hombre de larga singladura política. Fue, campeón de España de remo y un gran atleta, y es amigo de la alta montaña. Metido en la vida pública desde los 21 años, fue alcalde de Bilbao antes de cumplir los treinta, y embajador de España en cancillerías tan importantes como la de Buenos Aires, de donde tenía que llegar el pan de la posguerra (1946); en Washington, cuando nos admiten en la ONU y se obtiene alguna pequeña contrapartida por las bases (1954); en París, con De Gaulle como monumental director de una utópica orquesta, la europea, en la que la España de Franco quería volver a tocar algún instrumento (1960). Poco después, Areilza entra en el Consejo privado de don Juan de Borbón, se enfrenta por tal motivo con el generalísimo, se retira a sus negocios, a sus escritos y a sus lecturas, y no regresa a la vida pública hasta que, en noviembre de 1975, desaparece el dictador.
Mente lúcida, de brillante conversación y meticulosa memoria, José María de Areilza es un diario abierto sobre el alero de la historia que le ha tocado vivir. No en vano tiene a Proust por su autor de cabecera. Por eso acepta satisfecho dejar a un lado la política. Vamos a hablar de cultura. De los intelectuales. De qué lecturas tiene y cómo piensa el presidente de la Asamblea del Consejo de Europa, un cartesiano culto, un tanto enciclopedista, elegante, de gestos exactos y pausados, ex ministro de Asuntos Exteriores en el primer Gobierno de la Monarquía, diputado a Cortes y definidor de la derecha civilizada, terminología con la que Areilza quiso distinguir entre modernidad y caverna, entre reforma y contrarreforma.Areilza (Portugalete 1909), suele escribir, con regularidad, artículos que hablan de John Lennon, el ragtime, los cuarenta mil jóvenes que aplauden a Simon y Garfunkel, o sobre el viento sur, una excursión a la montaña, un viaje por tierras catalanas o sobre cualquier intrincado asunto de alta, gobernación. Son ya 1.600 artículos que definen su triple faceta de ensayista -ganador del premio nacional de Literatura, sección ensayo-; de orador sobre cuestiones de ciencia avanzada y de escritor de temas que pueden exasperar a la derecha nacional por su prosa elegantemente salpicada de pensamientos heterodoxos.
"No mencionar el nombre de la patria en vano"
Pregunta. Usted, para muchos de su clase social, es un intelectual liberal y hasta progresista, en el sentido con que estas palabras son utilizadas con rabia por los novísimos torquemadas. ¿Qué quiso decir al acuñar lo de derecha civilizada?
Respuesta. Quise decir que en España había y hay otra derecha que no llamaré sin civilizar pero sí incapaz de asumir el sistema democrático para seguir defendiendo sus legítimos intereses en una contienda civil pacífica, donde hubiese una alternativa socialista. Esto se ha asumido en toda la Europa de la posguerra, donde los vencedores tuvieron que hacer una especie de programa común para decir que el futuro institucional iba a amoldarse a las coordenadas democráticas liberales. Como había enfrente un avasallador ejército totalitario, dirigido todavía por Stalin, eso acentuó aún más la necesidad de esa fórmula política. La derecha europea lo comprende inmediatamente, desde los conservadores ingleses a los gaullistas en Francia y las democracias cristianas en otros muchos países. En España, no. Aquí, la derecha decía que aquellas ideas eran perniciosas para los intereses de lo que llama los valores eternos, que podían ser la patria, la religión, la familia. Al decir derecha civilizada, durante una conferencia de Prensa en Bonn, en 1978, quise definir la derecha que fuera capaz de entender que había que asumir esa defensa de lo que representa el sentido conservador de la existencia en un momento en que fatalmente había que asumir también el sistema democrático.
P. A la derecha española, al menos a la derecha que no le tiene a usted mucha simpatía, se le hace la boca agua con la palabra patriota, a la que da un sentido tan estrecho, tan obcecado, tan hostil, tan incivil incluso, que muchos -y Gide observó lo mismo en Francia, hace cuarenta años-, ya no se atreven a emplear esa palabra.
R. La patria es como el honor y como la caballerosidad de los ingleses. En Inglaterra no hace falta que un caballero diga: Yo soy un gentleman, porque entonces deja de serlo. No hace falta invocar al honor cuando todo el mundo supone que el hombre defiende su honor. Son expresiones que no deben utilizarse innecesariamente. No se debe mencionar el nombre de la patria en vano, sería el primer mandamiento de una buena convivencia civilizada. Además, el término patriota implica nacionalismo agresivo hacia los demás.
P. Agresividad que ha existido y que convirtió a España en un país detestado por Europa, sobre todo durante los siglos 17 y 18. Además, frente a las raíces fundamentales de la cultura europea, que son la razón y la libertad, España no ha sido precisamente un ejemplo de racionalismo ni de liberalidad.
R. Sí. En definitiva, se trata del liberalismo y la revolución francesas, que no llegan a España, el Renacimiento frente a la Contrarreforma. España jugó otras cartas. Pero hubo intentos nobilísimos como el de las Cortes de Cádiz, o la intención modernizadora de la Restauración de Canovas, que hubieran cristalizado si no se producen las guerras civiles del siglo diecinueve, que representaron una enorme quiebra interior, que dejó a España olvidada y arrumbada, matándose entre sí sus dos radicalismos.
P. Usted estuvo en París, como embajador de España, cuando De Gaulle, el ángel de la izquierda como le llamó Mauriac, puso al frente de los asuntos culturales a un intelectual batallador, revolucionario en sus años jóvenes y, desde luego, nada burgués. Me refiero a André Malsaux. ¿Se imagina a Franco confiando la cultura a un hombre como Malraux?.
R. Ya se sabe que Francia tiene un gran respeto por la cultura, que es su mito, como Inglaterra tiene el mito de la Monarquía o de la tradición militar. En Francia, desde la Tercera República, el respeto a los valores de la cultura es un axioma y punto de partida para cualquier político, sea de derecha o de izquierda. Los que no respeten ese mito quedan excluidos del respeto de los demás. Yo he visto eso aplicado al gaullismo. ¿Qué era De Gaulle?. Aparte de un gran hombre de Estado, aparte de salvar a Francia de lo que podríamos llamar las consecuencias de la derrota, aparte de sus ideas políticas, De Gaulle era un lingüista que manejaba el francés a la perfección, oralmente y por escrito. Tenía, solamente por esto, el respeto de todos los intelectuales del país, que decían: Cómo maneja este hombre el francés. Pero tenía, además, un culto sincero por el escritor, por el intelectual, por el artista. Eso le daba un respeto de la gauche, que nadie le negaba. Después de De Gaulle, vino Pompidou, que era el más burgués, el más, digamos, banquero, el más cercano al dinero y a los negocios. Pues Pompidou era un hombre enormemente culto que escribía un francés muy brillante. Y después vino Giscard, con un flaubertismo literario muy apreciable. Cuando llega al poder la izquierda, resulta que el señor Mitterrand maneja un francés perfecto, tiene una dicción impecable, hace unos discursos magníficos y tiene una cultura inenarrable. Ello le vale para que, cuando se pregunta por su imagen, el 56% contesta: Sí, señor. La derecha, la española claro, porque la francesa está mucho más cerca de la realidad, dice que es un señor que está cerca del Frente Popular, pero resulta que es un intelectual que tiene el respeto de todos, independientemente de sus opiniones políticas.
"Rechazan la cultura porque es emancipadora"
P. En cambio, en España el ser intelectual es un obstáculo para acceder al poder. Diría incluso que el término intelectual resulta peyorativo.
R. La clase dirigente española ha estado educada en unas líneas, en unas orejeras muy limitadas. La derecha, aquí, ha sido muy poco permeable al mundo de la cujura en general. Ha estado metida en los límites cerrados del dogmatismo. Y esto se puede ver hoy con gentes que todavía tienen recelos profundos hacia escritores no digamos extranjeros sino también españoles de la izquierda, a los que consideran nefandos. He conocido épocas en que Unamuno no entraba en las casas por ser un autor ateo, cuando es el escritor religioso más importante del siglo; Menéndez Pidal era sospechoso, no digamos Azaña. Rechazan la cultura porque es emancipadora, porque lleva a la gente al libre pensamiento y porque, efectivamente, hasta piensan que la cultura es un refugio frívolo de galapanes y gentes ambiguas.
P. ¿Que habría que hacer aquí para romper esa situación?
R. Creo que el Rey ha hecho mucho, en el orden personal, para alcanzar el respeto y la presencia pública, social, del mundo de la cultura. Creo que lo ha hecho de una manera sistemática, que ha roto el gran cerco. Y, después, hay que hacer un esfuerzo mayor en los medios de comunicación, la televisión y la Prensa, sobre todo evitando que algunos medios sigan haciendo una especie de involución cultural, que se está notando en algunos casos. Y, luego, a la Iglesia hay que pedirle que mantenga una línea de equilibrio y de tolerancia.
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